Libre albedrío. Cuentos cortos de ciencia ficción


Libre albedrío

Autor: judith

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Cuento publicado el 26 de Octubre de 2018


A los veinte años, Alfredo vaticinó su propia muerte. Desde aquel día aciago, comenzó a dejar de vivir.

Las premoniciones de Alfredo comenzaron bastante tiempo antes. La primera que Alfredo recuerde ocurrió cuando tenía ocho años. Se despertó en medio de la noche, gritando. Su madre acudió a su cuarto enseguida.


- ¿Qué te sucede, Fredi?

- Mamá, mamá, ¡tu brazo! ¿Qué le sucedió a tu brazo?

La madre le mostró un brazo, luego el otro. Aún viendo los dos brazos de su madre sanos y completos, Alfredo no se podía tranquilizar.

- Vamos, vamos, es sólo una pesadilla. Yo me quedo contigo, te cuento el cuento de la grúa roja, u otro si así lo prefieres, y te vuelves a dormir.


Pasó media hora, el niño se durmió y ella volvió a su cuarto y le relató la pesadilla a su marido, que entre sueños no la escuchó, o la oyó y luego la olvidó.

Una semana más tarde la madre se cayó bajando de una escalera y se quebró el brazo derecho. La noche del accidente, al regresar a su hogar, el padre encontró a la madre y al niño abrazados y llorando.

- ¿Qué pasa, mi amor, tanto te duele el brazo?

- No es por eso, es que Fredi tiene miedo por el sueño.

- ¿Qué sueño?

La madre lo llevó a un costado y se lo recordó. El padre no se impresionó demasiado. Les habló a los dos así:

- Marcela, hijo; vamos, vamos, ¡tanta alhacara por un sueño! Es pura coincidencia. Dime, Fredi, ¿alguna otra vez te ha pasado que soñaras algo y luego ocurriera en la vida real?

El niñó se puso a pensar, mirando hacia el techo y finalmente repuso: – Pues, no.

- Eso es lo que yo digo. Es sólo una coincidencia. Lo importante es que ha sido poca cosa, mamá se recuperará pronto… y aquí no ha pasado nada. Y ahora, la verdad, tengo mucho hambre y además, más tarde televisan el Clásico. Tenemos que comer para tener fuerzas y alentar a nuestro equipo para que gane, ¿no es así, Fredi?

Y así terminó el episodio. Padre e hijo disfrutaron juntos el partido de fútbol mientras devoraban sus postres y olvidaron el sueño. En una esquina, Marcela se mantenía muy callada y pensaba. Pensaba que Fredi se había equivocado al decir que era ésa su primer premonición. Recordaba un episodio ocurrido hacía cuatro años… y aunque hacía calor, sentía que le corría un frío por la espalda.

Su hijo al parecer lo había olvidado, o era muy pequeño para entender lo sucedido. Marcela estaba embarazada de su segunda hija, de seis meses, cuando vino Fredi corriendo hacia ella y la abrazó, llorando:

- Mamá, mamá, ¡yo quiero mucho a mi hermanita!

- Eres un dulce, yo también la quiero mucho. Pero, ¿por qué lloras?

- ¡Porque mi hermanita no quiere venir!

- Pero mi amor, tienes que esperar un poco más, tu hermanita ya va a venir…

Fredi comenzó a gritar, desesperado.

- ¡Mi hermanita no quiere venir! ¡Mi hermanita no quiere venir! ¡Te lo aseguro, mamá, he soñado que mi hermanita no quiere venir!

Una semana después, Marcela notó preocupada que su bebé no se movía en su vientre. Viajaron con urgencia al hospital… pero no hubo nada que hacer. Abortaron a su hija, ya muerta. Entre el torbellino de tristeza y angustia que envolvía su cabeza, no pudo olvidar la frase de Fredi. Su hermanita “no quiso venir”, tal como él lo había visto en su sueño.

Jamás lo olvidó. Ya eran al menos dos premoniciones exactas, demasiado para creer en coincidencias, y pensó, preocupada: “¿Qué clase de poderes tiene mi hijito?”

Pasaron los años. Fredi y su amigo íntimo Paco tenían ambos doce años. Ese sábado, los niños y sus padres salieron de paseo juntos, como casi todos los fines de semana. Ambas familias eran muy unidas, quizá porque tenían tanto en común. Para empezar, las dos eran familias con hijo único. Y los niños eran amigos del alma. El plan para este paseo era visitar una nueva gruta con estalagtitas que había sido habilitada recientemente. A la mañana, antes de salir, Fredi sufrió un golpe de cabeza no muy serio, causado por intentar treparse al portal de su casa. No fue más que un susto, pero demoró la partida de todos al paseo.

Para cuando por fin llegaron, descubrieron que la gruta estaría abierta solamente por una hora más. Decidieron postergar la visita para la semana siguiente.

La noche de ese sábado, Fredi tuvo una de sus vívidas pesadillas. Su amigo Paco saltaba, saltaba… él le suplicaba que no saltara más pero Paco continuaba saltando, y finalmente caía al vacío desde un acantilado. Se lo contó a su madre y los dos juntos intentaron convencer al padre para que cancelaran el viaje. El padre se opuso terminantemente:

- La semana pasada les arruinamos la visita a la gruta por tus tonterías, Fredi. Han estado esperando este paseo con nostros durante toda la semana. ¿Realmente quieres ahora que vaya a decirles que debemos cancelarlo todo por culpa de un sueño? Además, ya tengo compradas las entradas.

La visita a la gruta transcurrió sin mayor novedad. Sacaron fotos y se deleitaron durante más de tres horas observando las formas y los colores de las cavernas, imaginando figuras de fantasía en sus estalactitas y estalagmitas.
Salieron. El paisaje era estupendo. Paco y Fredi se subieron a unas rocas para verlo mejor.

Paco le dijo a Fredi: – Te apuesto a que salto más alto que tú.
Fredi sintió terror. Durante el paseo se había olvidado de su pesadilla. En ese momento parecía que habían cargado el “carrete” de su sueño en la realidad, y él se sentía como el espectador de una película de terror.
Alcanzó a balbucear:

- Por favor, Paco, no saltes aquí. Es peligroso.

- Oye, ya te pareces a mi madre – repuso Paco. Y saltó otra vez.

Su madre, Dora, lo vio y comenzó a gritar: – Paco, Paquito, ¿qué haces? ¡Deténte inmediatamente y ven conmigo! Hijo, que es peligroso… -. Lo dijo todo de corrido, en variados tonos de miedo, orden y súplica.

Pero Paco saltó una vez más.

Y otra.

Y una más aún.

La última vez que saltó, riéndose, se dobló la pierna al tocar el piso. Cayó hacia atrás, y en pocos segundos desapareció de la vista de todos.

Fredi miraba a todos, congelado en su sitio. Su vista se detuvo en Dora tomándose de la cabeza y gritando tan fuerte que nadie lo podía soportar. Hubiera dado cualquier cosa para poder levantarse de la butaca de esta película. Pero no estaban en ningún cine.

A los equipos de rescate les llevó horas encontrar el cuerpo del amiguito de Fredi. La cara estaba, increíblemente, poco dañada, pero el cuerpo, le advirtieron al padre, era un espectáculo que no debía ver ni mostrar a su esposa. Era un pobre cuerpecito destrozado con múltiples fracturas expuestas.

Marcela hubiera querido borrar ese día de su memoria. Iba sentada en el automóvil de sus amigos, abrazando a la madre de Paco, intentando decir o hacer lo imposible. Nada que dijera o hiciera podía consolar a Dora, a esa madre que en un momento lo había perdido todo y sólo lloraba y lloraba. Marcela tenía miedo de mirar a su alrededor. Pensó que vería los poderes de Fredi, sonriéndole con la sonrisa desdentada y esquelética del Destino y la Tragedia.

Pasó el tiempo. Fredi tenía dieciséis. Su padre había hecho carrera en la empresa en la que trabajaba. Lo habían nombrado Gerente de Ventas. Lo que implicaba, entre otras cosas, vuelos al extranjero todos los meses.

Una semana antes del vuelo de su padre a Londres, Fredi soñó con un avión. Vio las filas de pasajeros como si él mismo fuera una azafata recorriendo el pasillo. Vio a su padre sentado en la Clase de Negocios, trabajando en su laptop, revisando la presentación que tenía que mostrar a sus clientes.

Los movimientos de los pasajeros se fueron haciendo cada vez más lentos. El dedo de su padre quedó detenido a pocos milímetros de la barra espaciadora. La imagen quedó congelada por un largo tiempo.

Y luego desapareció.

Salió afuera del avión, vio sus luces recortadas contra la negrura de la noche nublada sin estrellas. En un momento el avión estaba allí, y en el momento siguiente no había nada.

Se despertó sudando y gritando. Le contó el sueño a su madre. En vano intentaron convencer al padre durante toda la semana para que no viajara. “Es una visita muy importante”, les explicaba. “No puedo no ir por un sueño, o inventarme alguna excusa. Es un proyecto en que se juega el futuro de la empresa. Hemos estado trabajando meses para este viaje.”


Se fueron a dormir. A las dos de la mañana, Marcela se levantó de la cama sin hacer el más mínimo ruido, desconectó el reloj despertador, apagó su teléfono celular y retiró el pasaporte de la valija de su esposo. Más tranquila, volvió a dormirse.

Dos horas más tarde el padre de Fredi se despertó sobresaltado.

- Ha habido un corte de luz, ¡mira, las cifras del reloj sobre la mesa de luz están parpadeando! ¡Dios mío, no alcanzaré el vuelo!

Se vistió rápidamente, tomó su valija y su laptop y salió corriendo hacia el taxi que lo esperaba.

Cuando faltaban quince minutos para el despegue, Marcela encendió su aparato celular nuevamente. Lo había apagado por si él descubría la falta del pasaporte a tiempo y la llamaba para que se lo llevara al aeropuerto. Llamó a su marido. No hubo respuesta. No lo podía creer. ¿Se las habría arreglado para tomar el vuelo, a pesar de todo?

Encendió el televisor para ver las noticias de la mañana. El vuelo de las 5:40AM a Londres había desaparecido. A las 6:30AM había realizado la última comunicación con la torre de control. Diez minutos más tarde se esfumó de las pantallas de radar.

Llamó desesperada a la compañía aérea pero las líneas estaban todas ocupadas.

Fredi no fue a la escuela. Se quedó junto a su madre, sentados ambos, llorando, rezando. Fredi miraba al techo, imáginándose el cielo sobre su cabeza, intentando, por un esfuerzo de voluntad, materializar el avión de su padre.

Unas horas después sonó el teléfono. Era el padre de Fredi.

- Mi amor, ¿cómo estás? ¡Hoy me ha pasado de todo!

- ¿Dónde estás? – atinó solamente a contestar Marcela.

- Estoy en una estación de policía. Le pedí al conductor que me llevara rápido al aeropuerto. Chocamos. No fue nada terrible, pero el muy energúmeno comenzó a golpearse con el conductor del otro vehículo. Lo dejó tendido en el asfalto. Después se abalanzó sobre mí, comenzó a insultarme, a empujarme, a decir que era culpa mía porque le había pedido que se apure. Suerte que llego la policía.

- ¿Y cuándo vienes?

- Creo que ya terminamos con las declaraciones… ¿Sabes que es lo más gracioso? Creo que me olvidé el pasaporte en casa.

- A ver, a ver, espera un momento – Marcela hizo como que buscaba – Sí, mira, te lo dejaste aquí en la mesa de luz. ¡Qué cabeza la tuya!

- ¿Por qué lloras ahora? Está bien que no he podido traerte el perfume de Carolina Herrera que me pediste, ¡pero no es para tanto!

- ¡Mira que eres tonto! ¿Estás sentado?

- Sí, ¿por qué?

- El avión que debías tomar ha desaparecido en pleno vuelo.

Del otro lado de la línea se hizo un silencio mortal.

- Mira lo que son las cosas. El despertador, el pasaporte que faltaba… ¡el sueño de Fredi! Se ve que Alguien desde Arriba ha querido ayudarme.

Ella sonrió mirando a su Fredi.

- Sí, indudablemente. Alguien desde Arriba te ha ayudado.

Abrazó a su hijo y por primera vez en sus vidas ambos agradecieron profundamente el don que este último había recibido.

A sus veinte años, Fredi estaba en el Ejército. Estudiaba Ingeniería para ser luego Oficial, era uno de los alumnos sobresalientes de su curso y todos le auguraban una carrera meteórica.

Hasta aquella noche aciaga en que soñó su propia muerte, y comenzó a dejar de vivir.

En el sueño él iba corriendo descalzo por la calle. Junto con él corrían varios de sus compañeros del Instituto Militar, en uniforme. Pero también corrían varios civiles. A sus espaldas percibían, más que ver, un intenso resplandor, como el de un Flash, pero de color rojo. Por alguna razón el giraba y caía, veía la nube de humo y escombros que alguna vez había sido una cafetería… y luego ya no veía más nada. El mundo era algo negro y final, en el que sólo faltaba que apareciera en letras blancas: “The End”.

Durante la semana siguiente Fredi abandonó sus estudios en en Instituto Militar. Ante la consternación de sus compañeros y superiores, inventó una mentira. Dijo que tenía una novia activista y pacifista, que la quería mucho, que se iban a casar. Que ella no podía entender ni compartir su carrera militar.

Pasó una semana… y nada ocurrió.

Pero volvió a tener un sueño. El mismo sueño, pero con más detalles. A su izquierda corrían sus compañeros del Instituto. A su derecha corría una hermosa muchacha.

El sueño se repetía semana a semana.

Cuando descubrió que la muchacha fumaba, dejó de fumar, y de salir con mujeres que fumaran.

Y el sueño se seguía repitiendo, semana a semana.

Vio que la mujer era rubia. No volvió a salir nunca con rubias, y si veía alguna por la calle, se cruzaba de vereda.

En sus sueños se le fueron revelando detalles sobre la cafetería que desaparecía en la explosión. Era una cafetería decorada con grandes sillones, como si fueran butacas traseras de automóvil. De colores chillones, rojo y blanco.

Dejó de visitar las cafeterías con sillones, y por si acaso, dejó de visitar todo tipo de cafetería o restorán.

Hasta que vió, en el sueño, que la calle por la que corrían era la calle en la que estaba su propia casa. Desde ese día ya no salió nunca más a la calle.

Y, semana tras semana, el sueño volvía a visitarlo.

Marcela le suplicaba que hiciera algo con su vida. Hasta morir era preferible a esta vida que estaba haciendo. Estaba flaco, demasiado flaco, su pelo desordenado, la barba rala siempre descuidada, los ojos inyectados, vestía siempre el mismo pijama gastado, parecía un interno de un campo de concentración.

Un sábado sonó el timbre. Era raro, ya casi no recibían visitas de nadie.

Era Dora. Hacía años que no la veían. Fredi corrió a esconderse.

Dora y Marcela se abrazaron, emocionadas.

- ¡Qué tontas hemos sido, de cortar así todo contacto!

- Es cierto Dora, y… ¡qué bien se te ve, mujer!

- Gracias, gracias. Es que mis cuatro hijos llenan mi vida de felicidad.

- ¿¡Cuatro hijos?!

- Sí. Fueron años muy malos los que pasamos, luego que… murió Paquito. Nos aislamos de Ustedes… de todos. Y un día, en el trabajo, una compañera me dijo así, sin preámbulos: ¿Por qué no adoptas?

Y Dora adoptó, una niña. Y luego de un tiempo, un niño. Y sólo se detuvo cuando llegó a cuatro. Dos niñas y dos niños.

- Mira, traigo siempre fotos conmigo. Son hermosísimos.

Luego de ver algunas fotos, Dora le dijo a Marcela: – Me encontré con tu marido por casualidad. Me contó sobre el estado de Fredi. ¿Dónde está el?

Marcela señaló hacia la puerta de su cuarto sin decir nada.

Dora se levantó de su silla y fue a golpear a la puerta de su cuarto.

- Vamos, Fredi, ¿no vas a venir a saludarme? Soy yo, Dora. Quiero abrazarte y darte un beso, después de tanto tiempo sin vernos.

Cuando lo vio, Dora entendió que el estado de Fredi era peor aún de lo que se imaginaba. Pero no dijo nada. Lo abrazó, lo besó, le acarició el pelo como siempre lo hacía, aunque tuvo que levantar las manos para llegar a su cabeza. La última vez que habia acariciado esa cabeza, estaba a la altura de su pecho.

- Fredi, ¡qué alegría verte! Ven a ver fotos de mis hijos.

Fredi comenzó a observar las fotos y se quedó congelado. La hija mayor de Dora, Verónica, era la rubia de sus pesadillas. Dora notó que algo le pasaba pero no hizo a tiempo a preguntarle nada.

De la calle venía mucho ruido. Escucharon como si varios camiones pesados estuvieran circulando por la calle. Fredi fue a encender el televisor. Estaban pasando un informe especial de noticias:

- … y esta es una información de último momento. Se ha informado de una amenaza creíble de atentados con bombas en el barrio de “Las Torcazas”. Se han desplegado fuerzas de policía y militares en la zona…

Dora se quedó petrificada. Les dijo:

- Mis hijos están aquí abajo, en la cafetería de la esquina. No quise traerlos a todos de improviso antes de contarles. Están en lo que era la Cafetería de Luciano, ¿recuerdan? Está completamente cambiada. La han redecorado, han puesto sillones como si fueran de automóviles de los años cincuenta. Los colores, la verdad, son un poco fuertes… rojo y blanco.

Fredi se levantó de la silla de un salto. Fue hasta su ropero y se puso pantalones y camisa. Le quedaban enormes. Le gritó a Dora que tenían que sacar a sus hijos de la cafetería.

Fueron corriendo por la calle. Fredi iba descalzo. Entraron a la cafetería. Todos estaban mirando las noticias. Fredi vio primero a Verónica, hermosa, con un cigarrillo en la mano. Ella lo miró a él e increíblemente le sonrió.

En cualquier otra situación, si un personaje con cara de loco, con el cabello revuelto y vistiendo ropa muy holgada, hubiera exigido la evacuación de la cafetería, la gente se habría reído y permanecido en sus mesas. Pero Dora apoyó sus palabras, y sus hijos fueron los primeros en levantarse para escapar. Fue un efecto dominó. Salieron todos corriendo, incluyendo los compañeros del Instituto de Fredi que habían llegado para asegurar el orden en el barrio.

Iban corriendo, tres de sus compañeros a la izquierda, Verónica a su derecha. La melena rubia de Verónica se tiñó de rojo. El cigarrillo se le cayó de la mano en cámara lenta.

A Fredi se le cayeron los pantalones y se enredaron en sus piernas. Cayó y dio un giro que lo dejó mirando hacia la cafetería. Escuchó y sintió en sus tripas el ruido más terrible y bajo que jamás hubiera escuchado. La realidad siguió aminorando su velocidad. Vio una esquirla volando hacia el, negra, fea, roma y mortífera como la nariz de un tiburón.

La esquirla penetró en su ojo izquierdo. Todo se volvió rojo.

Y después, negro.

- ¿Hoy festejamos tu segundo cumpleaños, papá?

- Sí. Hoy cumplo doce años según mi segundo nacimiento, que ocurrió cuando yo tenía veintiocho años.

- ¿Y por que dices que naciste de nuevo, papá? ¿Porque te salvaste del atentado con la bomba?

Alfredo se acercó y le susurró a su hijo Tomás en el oído: – No se lo digas a nadie, pero ese día nací de nuevo porque la conocí a tu madre.

Alfredo tenía un ojo de vidrio. Pero no le gustaba mucho. Muchas veces, sobre todo en su propia casa, usaba un parche sobre él, se ponía un sombrero grande y sonreía feliz cuando Verónica y Tomás le seguían el juego y lo llamaban “el Pirata Barbanegra”.

Alfredo comenzó a decirle a su hijo, en voz alta: – Antes de conocerla a tu madre, yo no valía nada. Era como un muer…

Verónica le pegó un tremendo codazo: – No es lenguaje para usar delante de tu… madre. Con los ojos, en cambio, señaló en la dirección de su hijito, que tenía cara bastante preocupada.

Tomás miró a ambos y en su mente se presentaron dos futuros posibles. En uno de ellos, su padre contaba alguna de las historias deprimentes de antes de conocerla a su madre (Verónica, su madre, las adjetivaba un poco distinto: “depresivas”). En el otro, su padre le contaba una fantástica historia de piratas. No había que esforzarse mucho en elegir.

- Papá, nunca me contaste la historia de cómo venciste al Pirata Morgan.

- Tienes razón:

“El pirata Morgan había dado un buen golpe en Jamaica y se había hecho construir un temible bergantín, con veinte cañones por banda, y su tripulación estaba compuesta por los piratas más fieros de los Siete Mares.

Morgan tenía la mitad del plano de un tesoro fabuloso. ¿A que no adivinas quién tenía la otra mitad?”

Tomás dijo rápidamente la respuesta que de él se esperaba, para que su padre siguiera relatando el cuento.

“Para obtener la otra mitad ese pirata sucio, avaro y traicionero, secuestró a mi amada, Verónica, la mujer más buena y hermosa del Caribe… si no de todo el mundo”.

- Papá, ¿no es cierto que al final tú la salvas?

- No.

Tomás puso cara compungida, y Verónica hizo un gesto de querer estrangular a su marido. Alfredo miró en la dirección donde su madre abrazaba a Verónica, a quien su madre quería como si fuera la hija que nunca había tenido.

- Al final, hijo, Verónica salva al Pirata Barbanegra.

//alex


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