Inmortalidad. Cuentos cortos fantásticos


Inmortalidad

Autor: Luis Narval

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Cuento publicado el 02 de Junio de 2012


Puntos vivos: a los miles; a la centenares de miles; a los millones; en un giro, que era el giro de la muerte. Entonces el sosiego. La calma instalada en el seno del torbellino. Una fuerza; un milagro había serenado todo en medio a este centro, sin, todavía, ablandar el ímpeto de la tempestad. Fuera, la misma violencia, en un creciendo, que iba para la dirección de las bordes. Pero, no más mortal. Entonces todo, una vez serenado, regresado a suyo reposo, soñó su sueño de muerto, esparciendo por el desierto de Ocucaje la gran paz de después de la tempestad. Y en el núcleo del que fuera el torbellino, postrados de rodillas como en oración, los cuerpos destrozados de los dos sacerdotes-magos marcaban el lugar donde el Inmortal debería encontrarlos...



Pensábamos poder consultarlo – el Extranjero sagrado; que retenía en sí más días que estrellas había en el firmamento; granos de arena en el desierto; gotas de agua en el océano; luz en la luz; tiniebla en la tiniebla. Y nosotros, mi hermano y yo, éramos sobre la tierra de nuestros ancestrales de los pocos, sino los únicos en condiciones de valerse de sus arcanos. Porque, al borde casi dos centenares de años, habíamos vivido más del que cualquier uno de nuestros contemporáneos jamás había vivido. Y teníamos la certeza previa de que no viviríamos ni un segundo a más del que viviría la mariposa nocturna, atraída por el halo ardiente de las llamas. Porque todo, esto sabíamos, se inclina para un comienzo, así como para un fin.

Sin embargo – esto también sabíamos –, la experiencia del nacimiento es forjada en el acto de la concepción, para el cual concursaron la inconsciencia y la soledad del nada; ambas estas fecundizantes de una pluralidad inconmensurable de disposiciones nuevas, que la generación de un ser obstinadamente propenso a la individuación, al limitado – aunque dentro de fronteras indelimitables –, acarrea casi un milagro. Ya la experiencia de la muerte – el acto de partir en dos lo que tan bizarramente se hizo uno; en dos lo que la voluntad invencible ató; en dos lo que los sentidos exercitados rellenaron –, ningún acto jamás fundó. Pues el instante de conciencia se propagó en efectos, y estos no cesan simplemente sus ocurrencias. Por eso la muerte contiene una arbitrariedad; y verdaderamente un misterio; pero, sobre todo, una capacidad nueva.


Era eso precisamente lo que ansiábamos conocer, mi hermano y yo. Fue eso precisamente lo que nos indujo a una aventura temeraria y oscura; y para el pueblo que habíamos conducido por más de un siglo con mano de hierro, una ociosidad y un capricho senil de dos viejos lunáticos, hechos locos por la sangre sacrificatoria.

No ignorábamos que los tiempos habían cambiado. Y que representábamos a los ojos de nuestro pueblo un pobre remedo de eternidad; una cosa sucia; una broma de mal gusto, cuando la muerte, en semejantes días turbados por guerras y privaciones cobraba su cuota ordinaria de cadáveres.

No recordábamos más el tiempo que hacía que la desgracia y el menosprecio constituían nuestro único quiñón. Pero eso poco o nada nos perturbaba, porque hay mucho estábamos cansados de despedir de manos vacías y corazón opresso aquellos que recurrían a nosotros en busca de una promesa de vida. Habíamos descubierto la dura verdad, mi hermano y yo, de que cada hombre, en el recesso de su más honda individualidad, y solamente ahí, cargaba el sacro secreto de su perpetuidad y de su disolución.


Y se pudiera estar en otro lugar – en la ruta errante de los astros; en la hondura de los mares; en los recónditos de la tierra, entre fieras; en la alquimia multielemental, quemando perpetuamente sobre un tal fuego alimentado con huesos; en la palma de la mano, cerrada en torno a un corazón pulsante, sacado en sacrificio, hay muy habríamos desvelado; porque todo eso hicimos mi hermano y yo...

//alex


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