En la ruta que lleva a La Meca, ya a 20 millas de Medina, se encuentra en este momento Merodas de Hieracompolis. Algo cansado de caminar, su aventura lo compromete ahora allí, en la península arábiga, con la meta de conocer el último lugar del mundo que queda en su haber sin visitar.
Escuchó, ya hace cientos de años, que en este lugar se esconde un misterio solemne. Algo que jamás espero encontrar a pesar de que estuvo transitando el planeta entero desde hace ya más de 5133 años. Y si hay alguien que sabe de historias misteriosas e interesantes es Merodas… lo ha oído y visto todo a lo largo de su vida; en su periodo por el Imperio Chino, su transcurso por Constantinopla, la peligrosa estadía con los Vándalos en el norte africano, su escala en el Imperio Incaico, en compañía del gran Alejandro por Egipto, la construcción de la pirámide de Kheops, la muerte de Hatsepshut, y en otros miles de lugares más remotos y desconocidos.
Trascendente fue cuando Merodas llega a Grecia por primera vez, un hombre de conocimientos y experiencias en Arabia, le narra una historia sobre la ciudad santa y de lo que allí se esconde. Una historia aterradora para toda la especie, una ruptura significativa para el ulterior desarrollo del mundo eterno. Este hombre que hacía y hace llamarse Artemis, le describió que en ese sitio podía encontrarse un vórtice; una puerta que conduce a otro mundo, una salida de la eternidad hacia una condición radicalmente diferente. También testificó, que podría encontrar allí, si gozaba de buena fortuna, a dos sujetos que tuvieron la valentía de introducirse en el vórtice, y el azar de regresar. Entonces prosiguió con la frase que marcó a Merodas; “nada ha sido igual para las mentes que saben lo que se esconde más allá del mundo eterno”.
Recordando estas palabras, e imaginándose situaciones adversar, eventos inesperados; cuanto más se acerca a La Meca, mas intriga y temor se apoderan del cuerpo de Merodas. Sigue su camino.
Al llegar, se encuentra con una morada tranquila, nada que no haya visto en otro núcleo urbano de Arabia. Comienza a preguntar a algunos hombres si saben algo de aquella historia que había oído de aquel sabio en el Ática. Pero en cuanto mencionaba una palabra, todos desaparecían o argumentaban sospechosos, jamás haber tenido acceso a tan descabellada crónica. Igualmente convencido, Merodas, insistió, confió en Artemis y se encamino a su destino próximo por si en soledad; deseaba encontrar el vórtice.
Recuerda que en el relato, el griego hizo alusión a un gran oasis, y piensa que es el que está oteando a solo unos kilómetros. Con pasos largos y con mucha perplejidad, ante la vivencia por sí mismo de la famosa leyenda, sigue su camino.
Efectivamente, sentados en la base de una palmera vieja y ya sin frutos, en la costa Oeste del oasis conformado por un gran lago de aguas verdes, algunos animales y diversas piedras, se encontraban dos hombres, que parecían por su aspecto, estar agotados, sucios, arrepentidos, vacilantes o algo así. Sin embargo, sin dar importancia al primero impacto, Merodas se les acerca, y les platica sobre su objetivo allí; los sujetos intentan esquivarlo, pero con un grito logra hacer que se detengan. Y después de muchas preguntas, y ante la vehemencia de Merodas, los individuos, sin nada que ganar o perder, deciden contarle lo que entendían de aquel vórtice que se encontraba al final del oasis, dentro de una pequeña cueva de rocas.
Merodas nota las coincidencias con el relato de Artemis, pero necesita saber más, justo cuando los extraños se niegan a recitar lo más trascendente, expresándole que si desea entender al menos alguna parte del nuevo mundo, de lo que allí se esconde, debe por si mismo dirigirse hacia tan extraordinario lugar. Pero le advierten que nada volverá a ser igual cuando regrese.
Conociendo su condición, valorando su estado de inmortalidad, Merodas no posee en sus ideas ningún tipo de impedimento que le detenga, no encuentra, ni entiende, ni considera ninguna acción como obstaculizadora, ya que nada puede pasarle, su vida se va a ver perpetuada por eones y con él sus ideas, su cuerpo y sus pertenencias.
En la más estricta soledad, como ha pasado casi toda su vida, se encamina con rumbo a posarse frente a la puerta fantástica. Logra entrar a la cueva de rocas. Desde afuera son solo unas cuantas rocas, pero al introducirse puede apreciar por él mismo, los miles de metros de diámetro que dicha caverna comprende. Sigue caminando, tratando de no dar cuantía a los cuerpos agonizantes que se arrastran sobre aquel piso de mármol refinado; clamando por ayuda, gritando a los vientos por alguna pócima mágica que les haga olvidar aquel lugar. Merodas continúa. Ya puede verle, es el Vórtice, un gigantesco círculo de fuego, que parece nunca estar quieto, nunca conservar un color definido, suspendido en el aire tormentoso que allí reinaba. De momento, una estela negra envuelve el entorno, como si alguien advirtiera la presencia de Merodas de Hieracompolis. Y en la rivera de una oscuridad plutónica, con valentía, nunca cesa su paso, se acerca a esa majestuosa vorágine y al momento de considerarle táctilmente, es absorbido en un movimiento violento y fugaz.
Fue inmediatamente al mismo instante en el cual su cuerpo fue arrasado, que apareció en una colina verde, rodeado de personas que jamás había visto. Pensó que era el nuevo mundo, y no se confundía. Allí, un sol magnifico iluminaba el paisaje, cientos de animales que correteaban por doquier, un aire de libertad y bondad era respirado en aquel paraíso. Edén que apreciaba con sus propios sentidos, instante después de atravesar la misteriosa barrera que lo separa de su mundo.
Gentes se le acercaban, y ofrecían hospedaje al viajero, llamado por ellos, que otra vez descendía del cielo como si una novela fantástica se trasladaría a la realidad latente.
Merodas, intenta entender cada evento, apreciar cada detalle de aquellos lares donde se sentía muy extraño. De momento, llegan al linaje de una mujer muy solidaria que ofreció su morada a este sujeto caído del cielo, que hace llamarse Merodas. Allí, él observa a una hombre, que tiene un aspecto deteriorado, piel arrugada, muy jorobado, casi que no puede mantenerse en pie, así ayudado por un bastón de madera. Algo que desconocía hasta ese momento, el deterioro de un cuerpo como el suyo, la deformación provocada por el paso del tiempo, hecho que no llegaba a comprender con claridad. Hasta que Leira, la mujer que lo arropa en su vivienda, le dice con total naturalidad que se acerca la muerte de su padre. El hombre que Merodas ve con mirada de asombro y desvelo, por no tener conciencia ni experiencia de lo que esa palabra atañe. Pregunta algo opacado, que significado posee aquella palabra jamás pronunciada. La muchacha le mira con ojos extraños, y como si sucediese todos los días, le arguye que se está por producir la desaparición de la conciencia y vida, tal y como la conoce, de su padre. Que ha de dejar de existir en nuestro mundo, como cada individuo que llega a su edad, cuando la naturaleza así lo disponga.
Y en un consejo sincero y con amor, Leira le sugiere a Merodas, sin saber de su condición de habitante del mundo eterno, que viva su vida tan plena como pueda, que intente aferrarse al amor, que forje aventuras, que tenga hijos, así cuando llegue el momento de partir, de nada ha de arrepentirse, y de esa forma dejar a la naturaleza hacer su trabajo, satisfecho por sus logros de pie.
Superado este acontecimiento impensado por Merodas; caída la noche, comienza a meditar sobre lo que estaba sucediéndole a ese hombre. Recuerda toda su vida en un instante; reconoce al fin, que jamás ha de atravesar tan imponente situación; puede ver en los ojos de Leira, y de la familia del viejo, lo que ahí llaman amor, admiración, nostalgia. Que ha de sentirse por el otro, en conciencia de que en cualquier momento puede marcharse para no volver. Comprende mejor así, el consejo dado por la mujer hacia él, entiende la desesperación de los hombres que no iban a moverse jamás de la base de la palmera, la desorganización mental que atrapaba a aquellos hombres de la cueva, en un deseo de morir, habiendo conocido los beneficios de las pasiones intensas de la vida del mortal. Entiende también, que jamás ha de sentir tan hermosos afectos en el alma, que nunca comprenderá lo que es el amor, que parece reinar entre los mortales, jamás va a experimentar la nostalgia por el amado, nunca podrá imaginar que se siente en el espíritu y el corazón, alejarse de un querido.
Merodas corre desesperadamente, logra atravesar el vórtice y volver a su sitio originario. Sale de la caverna, se sienta en la palmera siguiente de los extraños perplejos, y allí se posa preparado para pasar la eternidad. Sabe ahora, que ninguna pasión experimenta el inmortal, ningún acto de su vida es importante, que nadie entre los inmortales siente o sabe que es la nostalgia, que ni deseos por el arte de la vida tienen, que ninguno de ellos experimenta las pasiones refinadas de los mortales, ya que una y otra y otra vez, en algún momento de sus inacabables vidas van a repetir miles de millones de veces cada momento vivido, volviéndose banal cada suceso que ha de acaparar su vil existencia. Ahora comprende porque jamás ha dicho, Adiós.
//alex
Merodas y su deseo inmortal de mortalidad
Autor: Ariel Nicolás Ruocco
(4.11/5)
(115 puntos / 28 votos)
Cuento publicado el 21 de Septiembre de 2013
Escuchó, ya hace cientos de años, que en este lugar se esconde un misterio solemne. Algo que jamás espero encontrar a pesar de que estuvo transitando el planeta entero desde hace ya más de 5133 años. Y si hay alguien que sabe de historias misteriosas e interesantes es Merodas… lo ha oído y visto todo a lo largo de su vida; en su periodo por el Imperio Chino, su transcurso por Constantinopla, la peligrosa estadía con los Vándalos en el norte africano, su escala en el Imperio Incaico, en compañía del gran Alejandro por Egipto, la construcción de la pirámide de Kheops, la muerte de Hatsepshut, y en otros miles de lugares más remotos y desconocidos.
Trascendente fue cuando Merodas llega a Grecia por primera vez, un hombre de conocimientos y experiencias en Arabia, le narra una historia sobre la ciudad santa y de lo que allí se esconde. Una historia aterradora para toda la especie, una ruptura significativa para el ulterior desarrollo del mundo eterno. Este hombre que hacía y hace llamarse Artemis, le describió que en ese sitio podía encontrarse un vórtice; una puerta que conduce a otro mundo, una salida de la eternidad hacia una condición radicalmente diferente. También testificó, que podría encontrar allí, si gozaba de buena fortuna, a dos sujetos que tuvieron la valentía de introducirse en el vórtice, y el azar de regresar. Entonces prosiguió con la frase que marcó a Merodas; “nada ha sido igual para las mentes que saben lo que se esconde más allá del mundo eterno”.
Recordando estas palabras, e imaginándose situaciones adversar, eventos inesperados; cuanto más se acerca a La Meca, mas intriga y temor se apoderan del cuerpo de Merodas. Sigue su camino.
Al llegar, se encuentra con una morada tranquila, nada que no haya visto en otro núcleo urbano de Arabia. Comienza a preguntar a algunos hombres si saben algo de aquella historia que había oído de aquel sabio en el Ática. Pero en cuanto mencionaba una palabra, todos desaparecían o argumentaban sospechosos, jamás haber tenido acceso a tan descabellada crónica. Igualmente convencido, Merodas, insistió, confió en Artemis y se encamino a su destino próximo por si en soledad; deseaba encontrar el vórtice.
Recuerda que en el relato, el griego hizo alusión a un gran oasis, y piensa que es el que está oteando a solo unos kilómetros. Con pasos largos y con mucha perplejidad, ante la vivencia por sí mismo de la famosa leyenda, sigue su camino.
Efectivamente, sentados en la base de una palmera vieja y ya sin frutos, en la costa Oeste del oasis conformado por un gran lago de aguas verdes, algunos animales y diversas piedras, se encontraban dos hombres, que parecían por su aspecto, estar agotados, sucios, arrepentidos, vacilantes o algo así. Sin embargo, sin dar importancia al primero impacto, Merodas se les acerca, y les platica sobre su objetivo allí; los sujetos intentan esquivarlo, pero con un grito logra hacer que se detengan. Y después de muchas preguntas, y ante la vehemencia de Merodas, los individuos, sin nada que ganar o perder, deciden contarle lo que entendían de aquel vórtice que se encontraba al final del oasis, dentro de una pequeña cueva de rocas.
Merodas nota las coincidencias con el relato de Artemis, pero necesita saber más, justo cuando los extraños se niegan a recitar lo más trascendente, expresándole que si desea entender al menos alguna parte del nuevo mundo, de lo que allí se esconde, debe por si mismo dirigirse hacia tan extraordinario lugar. Pero le advierten que nada volverá a ser igual cuando regrese.
Conociendo su condición, valorando su estado de inmortalidad, Merodas no posee en sus ideas ningún tipo de impedimento que le detenga, no encuentra, ni entiende, ni considera ninguna acción como obstaculizadora, ya que nada puede pasarle, su vida se va a ver perpetuada por eones y con él sus ideas, su cuerpo y sus pertenencias.
En la más estricta soledad, como ha pasado casi toda su vida, se encamina con rumbo a posarse frente a la puerta fantástica. Logra entrar a la cueva de rocas. Desde afuera son solo unas cuantas rocas, pero al introducirse puede apreciar por él mismo, los miles de metros de diámetro que dicha caverna comprende. Sigue caminando, tratando de no dar cuantía a los cuerpos agonizantes que se arrastran sobre aquel piso de mármol refinado; clamando por ayuda, gritando a los vientos por alguna pócima mágica que les haga olvidar aquel lugar. Merodas continúa. Ya puede verle, es el Vórtice, un gigantesco círculo de fuego, que parece nunca estar quieto, nunca conservar un color definido, suspendido en el aire tormentoso que allí reinaba. De momento, una estela negra envuelve el entorno, como si alguien advirtiera la presencia de Merodas de Hieracompolis. Y en la rivera de una oscuridad plutónica, con valentía, nunca cesa su paso, se acerca a esa majestuosa vorágine y al momento de considerarle táctilmente, es absorbido en un movimiento violento y fugaz.
Fue inmediatamente al mismo instante en el cual su cuerpo fue arrasado, que apareció en una colina verde, rodeado de personas que jamás había visto. Pensó que era el nuevo mundo, y no se confundía. Allí, un sol magnifico iluminaba el paisaje, cientos de animales que correteaban por doquier, un aire de libertad y bondad era respirado en aquel paraíso. Edén que apreciaba con sus propios sentidos, instante después de atravesar la misteriosa barrera que lo separa de su mundo.
Gentes se le acercaban, y ofrecían hospedaje al viajero, llamado por ellos, que otra vez descendía del cielo como si una novela fantástica se trasladaría a la realidad latente.
Merodas, intenta entender cada evento, apreciar cada detalle de aquellos lares donde se sentía muy extraño. De momento, llegan al linaje de una mujer muy solidaria que ofreció su morada a este sujeto caído del cielo, que hace llamarse Merodas. Allí, él observa a una hombre, que tiene un aspecto deteriorado, piel arrugada, muy jorobado, casi que no puede mantenerse en pie, así ayudado por un bastón de madera. Algo que desconocía hasta ese momento, el deterioro de un cuerpo como el suyo, la deformación provocada por el paso del tiempo, hecho que no llegaba a comprender con claridad. Hasta que Leira, la mujer que lo arropa en su vivienda, le dice con total naturalidad que se acerca la muerte de su padre. El hombre que Merodas ve con mirada de asombro y desvelo, por no tener conciencia ni experiencia de lo que esa palabra atañe. Pregunta algo opacado, que significado posee aquella palabra jamás pronunciada. La muchacha le mira con ojos extraños, y como si sucediese todos los días, le arguye que se está por producir la desaparición de la conciencia y vida, tal y como la conoce, de su padre. Que ha de dejar de existir en nuestro mundo, como cada individuo que llega a su edad, cuando la naturaleza así lo disponga.
Y en un consejo sincero y con amor, Leira le sugiere a Merodas, sin saber de su condición de habitante del mundo eterno, que viva su vida tan plena como pueda, que intente aferrarse al amor, que forje aventuras, que tenga hijos, así cuando llegue el momento de partir, de nada ha de arrepentirse, y de esa forma dejar a la naturaleza hacer su trabajo, satisfecho por sus logros de pie.
Superado este acontecimiento impensado por Merodas; caída la noche, comienza a meditar sobre lo que estaba sucediéndole a ese hombre. Recuerda toda su vida en un instante; reconoce al fin, que jamás ha de atravesar tan imponente situación; puede ver en los ojos de Leira, y de la familia del viejo, lo que ahí llaman amor, admiración, nostalgia. Que ha de sentirse por el otro, en conciencia de que en cualquier momento puede marcharse para no volver. Comprende mejor así, el consejo dado por la mujer hacia él, entiende la desesperación de los hombres que no iban a moverse jamás de la base de la palmera, la desorganización mental que atrapaba a aquellos hombres de la cueva, en un deseo de morir, habiendo conocido los beneficios de las pasiones intensas de la vida del mortal. Entiende también, que jamás ha de sentir tan hermosos afectos en el alma, que nunca comprenderá lo que es el amor, que parece reinar entre los mortales, jamás va a experimentar la nostalgia por el amado, nunca podrá imaginar que se siente en el espíritu y el corazón, alejarse de un querido.
Merodas corre desesperadamente, logra atravesar el vórtice y volver a su sitio originario. Sale de la caverna, se sienta en la palmera siguiente de los extraños perplejos, y allí se posa preparado para pasar la eternidad. Sabe ahora, que ninguna pasión experimenta el inmortal, ningún acto de su vida es importante, que nadie entre los inmortales siente o sabe que es la nostalgia, que ni deseos por el arte de la vida tienen, que ninguno de ellos experimenta las pasiones refinadas de los mortales, ya que una y otra y otra vez, en algún momento de sus inacabables vidas van a repetir miles de millones de veces cada momento vivido, volviéndose banal cada suceso que ha de acaparar su vil existencia. Ahora comprende porque jamás ha dicho, Adiós.
Otros cuentos fantásticos que seguro que te gustan:
- La ventana rota
- Pipilinita
- Luz y Oscuridad
- El loco y el espantapájaros
- Un Alma en Pena
¿Te ha gustado este cuento? Deja tu comentario más abajo
(Nota: Para poder dejar tu comentario debes estar registrado.Todavía no lo estás? Hazlo en un minuto aquí)
Últimos comentarios sobre este cuento