Historia de la rata, el conejo y la sardina. Cuentos cortos fantásticos


Historia de la rata, el conejo y la sardina

Autor: Jeison Villalba

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Cuento publicado el 23 de Diciembre de 2015


Ellos, los inexistentes, los bífidos misereres con máscaras y antorchas a la par del muro; sibilas y valles del que encarna su efigie en el olivo enorme. Pero también la remembranza de sus males, los episodios que salieron de la memoria para ocultarse en el lugar de paso: el bar, la canción, la calle, el bosque, la cama a veces, el patio o sala dispuesta a ocupar el sueño. Todo lo que parece y desapareció, lo que nunca hubo y fue dado al conjugarse. Ellos, los tres, fundidos bajo el orden de su caos.


Aquí todo huele a mierda —dice la rata— Pero no me quejo, este lugar no sería el mismo si no oliera así, y creo que yo no sería yo si este olor no fuera él. De manera que uno se acostumbra a todo: por ejemplo, llegar a la casa y ver la cama tendida sin nadie más que nosotros para hurgarla, saborear el postre después de la cena y darse cuenta que no hubo cena, ni siquiera postre; que todo lo que hay es inútil e innecesario y, por tanto, doblemente inútil; que ningún espacio es suficiente; que nada es poco y todo es demasiado; que entre más me demore menos llego; que entre menos avance más camino; que la llaga es punzada por el dedo solo cuando la llaga elige ser herida; que no hay lugar si no hay memoria; que la memoria sin un lugar no habitaría; que los triunfos valen más cuando son empujados por fracasos; que en medio del afán, quedarse quieto es un avance; que después de tanta especulación uno termina por labrar en las mentiras más clamadas.

Pero la rata es rata porque el mundo la hizo así —dice el conejo— Ella bien pudo ser un sapo o un limón; volar como un buitre o enroscarse como una víbora, no por actitud sino por nombre, quiero decir, ella es lo que es, no lo que su nombre implica que sea. Volar no la hace buitre y enroscarme no la hace víbora, pero la complejidad de “eso” que no conoce la obliga a moldearse en el poder de lo que para el resto ella necesita ser.
Pero yo —continúa diciendo— yo que me esmero por llegar a tiempo y siempre llego antes que todos, fingiendo precisión, yo que lucho por los alcances inagotables del extremo y la inanidad de las horas, no puedo darme el lujo de posesionarme sobre lo posesionado; yo estoy hecho para cosas grandes, rápidas y grandes. La rapidez, mientras no vaya acompañada por la paciencia, resulta estéril.

Y así mismo el engranaje es cruel —opina la sardina— Afortunadamente yo cuento con mi locura, (la que me ha llevado a amarlos tanto); doy mi vida por ustedes, mi alma por ustedes, mi sangre por ustedes, y sobre todo, (y esto es mucho decir) doy mi locura por ustedes. Chicos, enserio, los quiero, los quiero, los quiero. A los dos. Los quiero tanto como cuando les digo a cada uno que los quiero, pidiéndoles a su vez que no le digan al otro lo que dije, porque en verdad los quiero.
Si ustedes supieran lo que he tenido que pasar para llegar hasta este punto: muchas comas, muchas letras, muchos puntos. Y ahora éste, este punto que vale más que los otros porque es el último (hasta que deje de serlo). Mil veces aguantando sed en mi estanque de felpa, mil veces pasando frío, mudando escamas, intentando trepar hasta la copa del árbol. Pero no, ustedes no saben, ustedes no entienden mi amor que se abre como una oruga al querer volar; ustedes que van y vienen transitando lo ajeno, lo oculto, lo escondido, ustedes que corren como nadie, menosprecian el linaje de mi entorno.

Tú sabes cuánto te amé (o quizá te amo), ya no sé… —le dice la rata a la sardina— fuiste testigo de mi austeridad, de mi viejo talento para creer que amaba, aún rondando los pasillos de la duda y la entrega tortuosa que te hacía mentir y doblar cada beso, cada roce, cada abrazo –pero no cada polvo– en esa especie de maleta incómoda que solo tú conoces y que solo tú sabes abrir.


Yo te perdoné una vez ¿recuerdas? —dice el conejo mirando a la sardina— Te perdoné y entiendo ahora el significado de “la vida es corta”. Pero, sinceramente, no sé si pueda lanzarme hasta tu estanco para remar en trío. Esta tristeza elegida por mí para ser payaso, es diferente a la antigua angustia que sentía cada vez que tu beso, tu roce, tu abrazo se hacía finito. Y no puedo, no debo seguir tallando la madera que se quiebra cada vez que intento moldear el marco. La vida es demasiado corta para esto.

La rata, el conejo y la sardina, continuaron discutiendo durante horas sin llegar a algún acuerdo –y además– sin querer llegar a algún acuerdo.
La rata, enmascarada en su emisión de odio, moría de ira y de amor por la sardina. A la vez que el conejo, sereno y sufriendo, manifestaba su antigua entrega, dando a entender qué sería capaz de hacer o no hacer nunca. Y la sardina allí, despojada de su tan recurrente locura, como si tan solo pudiera decir: “los quiero”.

Pero lo que parecía el fin de una relación –o de dos, quizá más– era, a su vez, el inicio de lo que hacía meses ocurrió en una tranquila visita a un apartado estanque en Medellín:

El conejo, amigo de la rata, venía bajando la rivera Oasis, al extremo oriente del valle Kint. Llevaba, a su espalda, un modesto morral repleto de zanahorias y lechugas que traía desde la serranía de Machumba, hacia el occidente antioqueño. Su vida pendía de la búsqueda inmaculada de las cosas, muchas veces encarnadas en vegetales y hortalizas, porque pensaba que todo lo que tuviera contacto con la tierra, sería (para él) considerado digno de consumo.
Esa tarde, mientras atravesaba el valle Kint, vio a lo lejos un pequeño estanque del color de las lilas, como si el horizonte hubiera desovado sus colores en el agua. El ímpetu de la curiosidad, arrastrada por el deseo y la sed, fue más contundente que el miedo y la zozobra. Al bajar la rivera, el conejo sacudió su cola y sostuvo la mirada sobre el agua, colocó su morral en una de las orillas del estanque y se dispuso a beber descontroladamente sin pausa y sin medida.

Lo que el conejo no se imaginó fue que en el fondo del estanque habitaba, desde hacía mucho, una pequeña sardina enferma de insimiósis: Enfermedad que afecta el aparato reproductor de los peces, tiñendo sus huevos del color de las lilas a la hora del desove. La sardina, que había desovado la noche anterior, se encontraba descansando debajo de una roca en uno de los extremos fibrosos del estanque. Había observado desde allí la hazaña del conejo, y dudaba sobre el hecho de salir a la superficie para saludarlo o permanecer escondida bajo roca, aún sabiendo que la insimiósis actuaba en los mamíferos (especialmente en los roedores) como una especie de dopante que altera funciones específicas del sistema nervioso central.
Después de unos minutos el conejo comenzó a sudar descontroladamente, los ojos se le tornaron del color de las lilas, acuñando el reflejo del agua como en una escena simbiótica de luces y sombras. La sardina, al ver su reacción, consideró apropiado el momento y decidió subir a la superficie para saludar. Al verla, el conejo quedó fascinado con su belleza; los ojos le empezaron a clarear, el titubeo fue desapareciendo, el sudor se tornó distante de su ahora lucha de conquista. Veía en la sardina la idealización forzante de su búsqueda, el recreo al método cansado que siempre había perseguido inmolando sueños y lugares de paso. Ahí estaba: era él y ella, que también era él de alguna forma.

Pasaron los meses de contagio, de amor níveo, de perpetuidad fragante, hasta que en un verano de 1796, en época de desove, una errante rata de caza decidió bajar hasta el estanco del valle Kint. Venía forzada por su tropee de lucha, acomodada senilmente sobre las entrañas del duelo y la fatiga; su caos, de alguna forma heroico y puesto a merced del enojo y la ignominia. Fue, desde siempre, un animal hurgado, meticuloso, de hazaña fina y proceder potente. Aprendió de su dilema el valor de lo escabroso, lo sucio, lo inmodesto; visto así por aquellos a quienes la pureza les había suscitado apego: blancura para siempre erguida sobre su ombligo casto.
La rata bajó el valle atraída por los colores del estaque, en especial el lila que sobresalía de entre todos como si el horizonte hubiera desovado sus colores en el agua. Colocó su pequeña mochila de caza a un extremo del estanque, enroscó la cola, miró concurridamente el reflejo del agua, y se dispuso a beber de ella sin pausa y sin medida.
La sardina, desde su descanso untuoso, debajo de la roca al borde del estanque, miraba sonriendo la hazaña de la rata, dudando en si debía subir a saludarla o permanecer aún escondida bajo roca.


//alex


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Últimos comentarios sobre este cuento

Fecha: 2016-11-14 00:55:40
Nombre: Ian
Comentario: cuento bien hecho.


Fecha: 2015-12-23 00:25:22
Nombre: mercedes gonzal
Comentario: No es un cuento corto. Se perdió aquí el concepto de cuento corto. No atractivo. No.interesante. Aburrido.