Layata. Cuentos cortos fantásticos


Layata

Autor: Carlos Alberto Gómez Agudelo

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Cuento publicado el 29 de Septiembre de 2010



Esta historia, se desarrolló en algún lejano lugar, un lugar donde nada era lo que parecía, donde la luz y la oscuridad se confundían y la penumbra parecía hija de estas.

Un lugar maravilloso y esquivo a los ojos de los incautos mortales, que al verlo no lo notaban y al olerlo no lo sentían, incautos que teniendo sus cinco sentidos no sabían usarlos para percibir su presencia.

Allí, justo allí esta historia tuvo lugar, en la tierra habitada por pequeños gigantes; seres hermosos, de corazón sincero, abiertos, espontáneos e inocentes.

-¡No tienen color aparente, ni forma alguna!-

Decían quienes conocieron los pequeños gigantes.

Puros de pensamiento, inteligentes y dotados de poderes; poderes para crear cualquier cosa imaginable, dotados de luminosidad equilibrados con la oscuridad, seres sin total descripción, en fin seres sin igual.

Esta historia se trata de uno de esos seres; pero también se trata de su creación, de su invención, de su propia inspiración, a la que había llamado “Layata”; porque toda creación tenía un nombre, así eran las cosas en ese lugar, en el espacio que ocupaba el pequeño gigante.

Layata era un ser sin igual que se puede describir más desde su comportamiento que desde su forma física.

Era extraño, misterioso, y muy sigiloso, aunque es de aclarar también, que nunca se supo si era de sexo masculino o femenino, macho o hembra, hombre o mujer, niño o niña, feo o fea, bonito o bonita, grande o pequeño y, en eso de su tamaño, lo particular era que no tenía uno, describible desde cualquier forma de medida racional, porque en ocasiones era tan grande y en otras era tan pequeño. Al parecer podía cruzar sin problemas las puertas, para entrar a cualquier sitio, estuvieran estas cerradas o abiertas.

Layata era organizado y muy disciplinado, siempre llegaba a su casa a la misma hora de cada día y nunca llegaba solo o sola, pero de esa compañía les cuento en un rato…

Eso si; le gustaban los lujos como a ninguno, escogía siempre donde vivir dependiendo de la comodidad del lugar, las cosas y enseres que tenía. En fin cambiaba cada que le parecía de casa, dicen que esto era porque nació en una no muy humilde cuna de oro, razón por la cual se daba el lujo de tener mil hogares o más si lo deseaba, cuando y donde lo eligiera. Layata en definitiva era un ser diferente a vos o a mí.

Cuando llegaba a su casa, siempre, siempre hacía lo mismo, sus actividades diarias eran como un ritual; ella pasaba la entrada con mucho cuidado, como decirlo mejor; con mucho sigilo. Aquellos que la conocieron, decían que se sorprendían de la forma como hacía cada una de sus cosas, para ella sus sentidos eran básicos a la hora de decidir donde vivir, su olfato inigualable, sus ojos saltones y grandes para ver aún en la oscuridad, por días parecían desorbitados a punto de saltar de su rostro.

Layata era singular, no entraba a su casa si los olores cambiaban de un día a otro, para ella eso era fundamental al momento de decidir si quería vivir o no allí, pero particularmente, Layata no sabía porque se comportaba así, por eso tenía mil hogares.

Podríamos llamarla escrupulosa o escrupuloso, asquiento, o quizás zalamero pero en realidad su principal cualidad era la desconfianza, así lo afirmaba. Y dicen que esto era una cualidad, porque de ella dependía su vida.

Claro está, Layata era sobre protectora con quienes la acompañaban siempre, día tras día. Seis hijos tenía, estos eran los que quedaban del último matrimonio, porque a sus cortos treinta y dos meses de edad, ya se había casado y formado tres hogares con nietos, bisnietos y pronto apuntaba a tataranietos, eso sí; en ningún matrimonio duraba, quien sabe porque…

Aquel día Layata llegó a su casa y como de costumbre aspiro el olor que tenuemente brotaba por debajo de la rendija de la puerta, cuando los aromas penetraban los pequeños orificios de su húmeda y peluda nariz, todo su ser se excitaba, las orejas se erguían, sus ojos brillaban, su piel se escaramuceaba; en fin, era tal su frenesí, que sin pensarlo dos veces entraba a su hogar, eso si; esto solo pasaba cuando el olor era de su agrado, pues era lo que le indicaba en que condiciones estaba todo, para entrar o no.

-¡Bien está la cosa!- Al aspirar los olores concluía Layata, disponiéndose a entrar con sus seis hijos.

La comida en la casa siempre estaba servida y no se sabe como o porque, pero siempre era así, a lo mejor era la cualidad de su olfato cuando decidía en cual de sus casas entrar. Ese tema nunca revistió asombro o curiosidad alguna, para Layata, desde que tenía memoria, las cosas eran así y no había nada de raro en ello.

-¡El banquete de hoy tiene mil manjares, se lo comen todo y no me dejan nada de nada¡- Dijo a sus hijos.

!Vamos a comer¡. Replicó, con voz serena y firme.

A los vecinos de Layata, los pequeños gigantes, siempre les disgustó su presencia, egoistas o tal vez celosos de el o ella no lo sabremos jamás. Decían que no sabían a quien de ellos se le ocurrió la ideita de crear semejante cosa, tan fastidiosa, engreida y poco vistosa.

Aunque Layata nunca se relacionó mucho, pues evitaba los rumores, y encuentros con otros que no consideraba de su especie. Tal vez era su actitud diaria la que molestaba, pero algo si era muy claro para sus vecinos los pequeños gigantes; para ellos, Layata había sido creado con un defecto casi insoportable, es más, angustiable.

Los pequeños gigantes no comprendían como era que Layata, llegaba a todas sus casas y se tomaba toda la noche buscando como hacer la cama, además lo peor siempre llegaba con invitados y sin avisar, el ruido que hacía siempre, era constante e insoportable, cuando decidía recorrer cada rincón con pasos menudos y golpeantes, como un tic tac, tic tac continuo de reloj antiguo. Éste fastidioso ruidillo enloquecía a los pequeños gigantes, por eso era insoportable Layata en el vecindario.

-¡Pero viéndolo bien, sí… Layata era extraña…!- Decían los pequeños gigantes, cada noche y cada mañana, de cada día que ella, es decir él visitaba sus casas.

Un día apareció un nuevo pequeño gigante, en el barrio de los pequeños gigantes y de Layata; le conocían por el nombre de El, era un ser muy curioso, se dedicaba a recorrer cada rincón del barrio, siempre como extrañado pues pensaba que ya había estado allí. Un día cualquiera, El cruzó cada pasillo, puerta y rincón posible del barrio, como Pedro por su casa. Esto para pesares de Layata, terminaría en un encuentro que cambiaría las vidas de los habitantes de aquel lugar.


A El le gustaba hacer sus recorridos en silencio, y había que sumarle algo más, una condición imperceptible para cualquier ser que no fuera pequeño gigante; pues El no tenía olor, era tan menudo, que al caminar por las penumbras de cada rincón del vecindario, se lograba confundir con las sombras. Grave situación para Layata, un ser que dependía básicamente de su sentido del olfato y de sus ojos saltones, para ubicarse, para llegar a su casa y para evitar lo que consideraba peor; cruzarse con algún vecino indeseado, situación que no quería, por alguna extraña razón.

Para Layata; era todo un misterio el saber porque sentía esa repulsión por los pequeños gigantes sus vecinos, era como si de su ser interior, algo le dijera que para ella y sus seis acompañantes, lo mejor siempre sería evitarlos. Tal vez El, el pequeño gigante era similar a Layata, tal vez eran seres idénticos.

El era muy cercano a Layata, es más; mucho tiempo después, se supo que El fué quien había bautizado a Layata, con ese extraño nombre.

Un día cualquiera Layata entró a su casa, pero a diferencia de otros tiempos por alguna razón que nunca sabremos, andaba despistada. Cruzó el patio y el jardín de la entrada con sus hijos, bajo una a una las escalas en caracol de su casa, para llegar al sitio que siempre en todos sus meses de vida, visitaba primero; el lugar dónde se alimentaban, una vez allí olió y vió el alimento para sus seis hijos dispuesto, listo para comer, Layata al darse vuelta no advirtió la presencia extraña de El, por más sigilosa que fué siempre, ese día no pudo evitar cruzarse con un pequeño gigante, cuando éste daba uno de sus acostumbrados paseos por la penumbra del vecindario, en uno de los lugares que Layata tenía por hogar. Los ojos de Layata después de verlo se mostraron impresionados, tanto que Layata creyó conocerlo, sus seis hijos también se sorprendieron.

Así lo describió uno de los hijos meses después a sus nietos.

-¡Él era un ser diferente a nosotros si de su forma habláramos!-

-Era un gigante pero también era un pequeño, como un niño, era un viejo si les hablara de su edad comparada con la mía en aquel entonces, El tenía treinta y seis meses casi de la misma edad de Layata, pero ese casi, de unos meses le hacía mayor, mucho mayor. Su presencia era infinita, capaz de inspirar la más sublime ternura, al ver en sus ojos su inocencia y delicadeza, caminaba gacho y desprevenido, muy curioso; lo reflejaban sus ojos, redondos y oscuros, limpios en el fondo y bellos en el exterior, cuando caminaba se le veía torpe, pero cada paso lo llevaba a donde quería ir y eso era suficiente.-

Layata muda y paralizada miró de frente con sus ojos negros saltones los ojos bellos y redondos de El, pero aunque a distancia ambos se sorprendieron, nunca antes se habían tenido tan cerca, sorprendentemente la reacción siguiente fué igual, ambos dieron vuelta tan rápido como pudieron y huyeron despavoridos; El dando tumbos debido a sus torpes pasos y Layata rápidamente con sus seis hijos detras, cómo era la costumbre, en resumidas cuentas parecía que todos habían visto en realidad un monstruo de lado y lado.

El corrió más rápido y llegó a su casa, buscó a su madre una gigante más antigua o vieja que ninguna, con más de trescientos sesenta y seis meses y muchos días más. El asustado y agitado entró a la habitación de la mamá y gritando despavorido decía, con voz acongojada y en un lenguaje que solo la mamá de El entendía…

-¡Mama… allista, allista Layata, Layata allista- Señalando con sus dedos regordetes y cortos, el lugar donde había pasado el mayor susto de toda su vida.

Layata por su lado corrió con su familia a buscar refugio en otra de sus mil casas, y mientras corría asustada iba pensando que ese ser que invadió su casa, que le había parecido un monstruo, le era familiar.

-Ahora mi casa está invadida – se decía. Pero, lo que ignoraba era que no era uno, eran dos los invasores. Una Mamá y su hijo.

La mamá al ver a El tan asustado, corrió a levantarse del lecho donde dormitaba y abrió sus gigantes brazos, tan grandes eran que alcanzaban para cubrir de lado a lado a seis más como El. La mamá asustada también abrazó a su hijo y lo llamó por su nombre, un nombre secreto que solo los gigantes conocían, lo usaba como conjuro para calmarlo cuando se asustaba; le dijo susurrando con una voz tierna y suave…

-¡Litos!-

El comenzó a calmarse al escuchar el conjuro, tan rápido como cuando se asustó, y ella con sus ojos grandes y bellos lo miro y le preguntó.

- ¿Litos, mí Litos que pasó? El entre mudo y asustado aún, respondió a su susurro.

-¡Mam…vi… vi, Layata!-

-¿¡A quién hijo!? Preguntó la mamá.

-¡A Layata, mam… Layata…sustó, sustó, mam!- Repetía una y otra vez-

-¿¡Dónde!?- preguntó la mamá…

-¡Mam, lla, lla en cuchina!- Respondió El o Litos como lo llamó su madre.

El señaló con el dedo regordete y tomándola de la mano, la llevó a ver el sitio donde había visto ese ser que le propino tan horrendo susto.

La mamá recorrió el lugar de la mano de Litos, al llegar a la cuchina como decía el pequeño gigante, observó una extraña disposición circular de comida, en el blanco suelo de la cuchina, como una mesa lista con seis alimentos servidos para comer, en pequeñas porciones.

En ese momento se dió cuenta a quién había visto su Litos, a Layata; la mamá también se asustó, puesto que nunca nadie había vuelto a saber de la existencia de Layata, ella conocía su origen, el cual era tan cercano a ellos, pues El o Litos, la había bautizado hacía ya muchos meses, cuándo la mamá le leía un cuento de un viejo libro y en él estaba dibujada ella. La mamá comenzó a entender de donde surgían los extraños ruidos nocturnos, enloquecedores y molestos. Layata después de ponerse a salvo se preguntó porque ese rostro le era tan familiar, aún más al recordarlo se dió cuenta que no era tan monstruoso como creyó verlo. Se preguntaba…

-¿ Quién era ese ser?- Ese ser que huyó despavorido al verla, es más se preguntaba por qué había también huido ella de su casa, así que decidió que volvería con sus hijos, para descubrir por qué le era tan familiar ese rostro.

Siendo las seis de la tarde cuando el sol comenzó a bajar en el horizonte y la penumbra empezó a ganar camino, entre las paredes del vecindario, Layata llegó de nuevo a su casa, pero esta vez fue más cautelosa, tanto como nunca antes lo había sido, de todas formas no quería pasar otro susto como el de la noche anterior, y mucho menos que sus seis hijos volvieran a sentirse angustiados.

Layata entró cruzando la puerta, sus seis hijos la seguían; bajó a una a una las escaleras en caracol para dirigirse a buscar su alimento, de nuevo los encontraron, dispuestos como siempre, ricos y olorosos, deliciosos decía Layata, pasó a la mesa y sus hijos también, no había presencia en los alrededores de extraño cualquiera, comieron con tranquilidad y luego por fin, a dormir o mejor al paseo rutinario de todas las noches para dormir, pero esa noche, todo fué diferente, los pequeños gigantes o los intrusos como pensaría Layata, se percataron de su presencia y la mamá aprovechando que dormían dispuso un alimento especial, tan rico y tan delicioso que sabía que Layata no lo iba a despreciar, aun si lo encontraba servido en el día.

Ella tenía la certeza que le daba todos sus meses de existencia en el universo, que si Layata comía de ese manjar y lo brindaba a sus hijos estos dormirían, ahora sí para siempre y dejarían de una vez por todas, el ritual molesto y ruidoso de cada noche antes de ir a dormir. Unos y otros descansarían con tranquilidad. La mamá tomó a su hijo por la mano y le dijo con un tono suave, como si le dijera un conjuro pronunciando una frase ya conocida.

-¡Litos; vamos a llevar el alimento para Layata; con éste, dormirá y su familia también, es lo que han buscado por tanto tiempo, y también nosotros podremos descansar!- Litos miró tiernamente a su mamá y asintió con su cabecita, pusieron la mesa y la dejaron lista.

Al siguiente día, el sol salió más temprano que lo acostumbrado, sus rayos cruzaron la ventana y tocaron el rostro de la mamá, despertándola, ella al no ver a Litos a su lado, se asustó tanto que salió despavorida pensando que de pronto hubiera comido del manjar para Layata. Cruzó la habitación tan rápido como pudo, llegó a la cuchina y al ver la escena se asustó más, gritando a los cuatro vientos el conjuro más estridente nunca antes oído por gigante alguno; dijo.

-¡Carlitos…Carlitos…Suelte esa rata que ya está muerta por Dios¡

//alex


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