Lo vi esa mañana del 23 de marzo de 1998, sentado en un banco gris de la plaza Garay. Veinte pasos me separaban
de él. Mi ansiedad sólo uno.
Su longevo perfil me habló inmediatamente de ingleses,
portugueses y criollos. O más bien de sajones, celtas y
españoles. Observé que sus ojos (detrás de la ventana indecisa
de sus párpados), buscaban los sonidos de una ciudad olvidada
por otra Buenos Aires. No lo sé. Solamente mi recuerdo,
mutado por los días y las ganas, podrá a través de algún sueño o
algún lector, devolverme su espontáneo gesto perdido.
De sus superpuestas manos nacía un bastón color marrón
opaco. Su inmóvil cuerpo fue, por un instante, traicionado por
un leve movimiento de su cabeza. Pero tan leve y tan fugaz fue
éste, que hoy, cuatro años después, al querer describirlo, dudo
de su autenticidad. Nadie más habitaba esa extraña mañana
aquella plaza. Más recién ahora me percato de eso. Cuando
observamos inexorables un punto fijo, su entorno se torna
inútil e inexistente. Convirtiendo al observador en la persona
observada. Aún siendo el propio Dios el entorno de Lucifer.
En ningún momento me desconcertó lo irracional de mi
visión. Porque nunca (más allá de mi delatable euforia) creí
inadmisible un suceso semejante.
Aún entre sombras y lejanía pude descifrar que sus labios
modulaban un verso pausado, en un idioma, que a juzgar por
su fervor, bañaba su sangre. Palabras para nadie que como un
secreto descuidado compartió conmigo. Pues de aquel poema
en sus labios mudos, llegaron a mí los nombres Dickens, Wells
y Benett. Tal vez, ésta era la respuesta que necesitaba mi visión
para convalidar mi ambiguo proceder. Verlo fue pensarlo.
Entonces, entre el murmullo y el pensamiento, llegaron a mí
éstas aclaradoras palabras “Yo estaba siempre (y estaré) en
Buenos Aires.”
Entonces, casi innecesario corrí hacia él, esquivando y
derribando gentes, cómo obstáculos que me parecían infinitos,
y una vez a su lado, después de recorrerlo con mis ojos lenta y
presurosamente palmo a palmo, le pregunté.
- Perdón señor, ¿es usted Jorge Luis Borges? -
No tuvo que afirmarlo para contestarme. Al fin y al cabo “los
hombres son muertos que hablan con los muertos”.
//alex
LA PREGUNTA
Autor: luciano cavido
(3.24/5)
(68 puntos / 21 votos)
Cuento publicado el 28 de Diciembre de 2010
Lo vi esa mañana del 23 de marzo de 1998, sentado en un banco gris de la plaza Garay. Veinte pasos me separaban
de él. Mi ansiedad sólo uno.
Su longevo perfil me habló inmediatamente de ingleses,
portugueses y criollos. O más bien de sajones, celtas y
españoles. Observé que sus ojos (detrás de la ventana indecisa
de sus párpados), buscaban los sonidos de una ciudad olvidada
por otra Buenos Aires. No lo sé. Solamente mi recuerdo,
mutado por los días y las ganas, podrá a través de algún sueño o
algún lector, devolverme su espontáneo gesto perdido.
De sus superpuestas manos nacía un bastón color marrón
opaco. Su inmóvil cuerpo fue, por un instante, traicionado por
un leve movimiento de su cabeza. Pero tan leve y tan fugaz fue
éste, que hoy, cuatro años después, al querer describirlo, dudo
de su autenticidad. Nadie más habitaba esa extraña mañana
aquella plaza. Más recién ahora me percato de eso. Cuando
observamos inexorables un punto fijo, su entorno se torna
inútil e inexistente. Convirtiendo al observador en la persona
observada. Aún siendo el propio Dios el entorno de Lucifer.
En ningún momento me desconcertó lo irracional de mi
visión. Porque nunca (más allá de mi delatable euforia) creí
inadmisible un suceso semejante.
Aún entre sombras y lejanía pude descifrar que sus labios
modulaban un verso pausado, en un idioma, que a juzgar por
su fervor, bañaba su sangre. Palabras para nadie que como un
secreto descuidado compartió conmigo. Pues de aquel poema
en sus labios mudos, llegaron a mí los nombres Dickens, Wells
y Benett. Tal vez, ésta era la respuesta que necesitaba mi visión
para convalidar mi ambiguo proceder. Verlo fue pensarlo.
Entonces, entre el murmullo y el pensamiento, llegaron a mí
éstas aclaradoras palabras “Yo estaba siempre (y estaré) en
Buenos Aires.”
Entonces, casi innecesario corrí hacia él, esquivando y
derribando gentes, cómo obstáculos que me parecían infinitos,
y una vez a su lado, después de recorrerlo con mis ojos lenta y
presurosamente palmo a palmo, le pregunté.
- Perdón señor, ¿es usted Jorge Luis Borges? -
No tuvo que afirmarlo para contestarme. Al fin y al cabo “los
hombres son muertos que hablan con los muertos”.
Otros cuentos fantásticos que seguro que te gustan:
- La ventana rota
- Pipilinita
- Luz y Oscuridad
- El loco y el espantapájaros
- Un Alma en Pena
¿Te ha gustado este cuento? Deja tu comentario más abajo
(Nota: Para poder dejar tu comentario debes estar registrado.Todavía no lo estás? Hazlo en un minuto aquí)
Últimos comentarios sobre este cuento