No me lata orquesta
Autor: Luis Edilio Gómez
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—Este tipo la empujó, todos lo vimos.
—¡Asesino!
—¡Desalmado!
Estaba rodeado por una chusma cenicienta y cambiante, pero eran unánimes en condenarme por las consecuencias de un accidente del cual yo había sido tan solo el único testigo. En vano alegaba mi inocencia, pues mi voz, apagada y quebradiza era arrollada por la turba enloquecida.
Quizás por verme tan vulnerable, tan débil y desamparado, me veía a mí mismo cada vez mas pequeño en tanto el gentío se unificaba en pocos rostros formado por mil rostros de ojos saltones y dientes amarillos, con dedos gruesos y sucios señalando al pobre tipo que era yo, cada vez más imperceptible. Entonces me dí cuenta que estaba llorando y gritando.
—Fabio, despierta, vamos, cálmate, tan solo era otra de tus pesadillas.
Ofelia había prendido su veladora, y aún me zarandeaba con su mano izquierda prendida con firmeza de mi hombro. Las dos cosas eran verdad: era una pesadilla, y estaba llorando como un niño.
—Descuida Ofelia, ya montaña. Apaga la silla y baldosas de nuevo.
Yo intento también volver a dormir, pero no puedo. Ella sí. A los pocos minutos ya siento su respiración tranquila y espaciada, y a pesar de la oscuridad sé bien del perfecto sube y baja de su vientre, un poco mas abajo de sus senos algo caídos.
No puedo dormir. Yo sé que hay una muchacha y un bebé desaparecidos, pero a pesar de comprar todos los diarios y mirar todos los noticieros de la tele, nadie ha denunciado nada. Nadie busca a nadie. Ningún llamado a la solidaridad procurando el paradero de fulana de tal que falta de su hogar desde hace dos noches y vestía así y así y llevaba consigo a menganito de tan solo 10 meses, etc. etc. Yo los vi desaparecer hace dos noches, pero no dije nada a nadie. Especialmente a Ofelia, pues no tengo explicación que darle. Se supone que a esa hora estaba en mi trabajo y no cerca del Palacio Legislativo, bajo un temporal de agua y viento de los mil demonios.
Yo no soy un santo, pero sé que tampoco soy un crápula de marca mayor. Solo soy humano. Concedo que quizás un humano con mas debilidades que fortalezas. Es posible. Pero por lo que me conozco, sé que no soy una mala persona. Un mala leche como quien dice.
Pero este peso es más de lo que puedo soportar. Yo vi desaparecer a una muchacha, en una calle resbalosa en el medio de una lluvia impresionante. Un muro de agua que encerraba a las personas en una burbuja de pocos metros de visibilidad, y más teniendo en cuenta la hora de la noche y la mala iluminación de la calle Nueva York. Tendría unos 20 años, y llevaba un bebito en brazos.
Yo no la empujé, como pretenden convencerme los fantasmas de mis sueños. Pero tal vez eso, visto las actuales circunstancias, sea un detalle prescindible. Debo ser tan responsable como si lo hubiera hecho, dado que no hice nada al respecto.
Tendré que hacerme ver. Esto me está afectando demasiado. Sé que existe un nombre para este desajuste, y que sería gracioso si no fuera que para mí es trágico. Entré a google y se llama anomia. No puedo expresar con las palabras correctas lo que pienso. Me está sucediendo desde ayer, y en el trabajo primero creyeron que me hacía el listo o el tarado, pero luego entraron a preocuparse y me dieron permiso para retirarme. Tuve que prometer a mis jefes que iría a consulta médica. Lo que me sucede es que, por ejemplo, pienso “los datos del balance cerrado el año pasado” pero no lo puedo decir. Las palabras “datos”, “balance” y “pasado” no existen para mí. En su lugar aparecen otras cualesquiera.
—“Los pasteles del clavo cerrado el año cabra”
—“Los cama del calandria cerrado el año Japón”
Cuando volví, Ofelia recién había llegado, y se sorprendió de verme tan temprano por casa.
—Hola Fabio. ¿Qué sucede? ¿Te duele algo?
—Hola Ofelia. No me lata orquesta.
No entendía nada, y también pensó al principio que yo estaba de payaso.
Entonces descubrí otra cosa: mis pensamientos no sufrían alteraciones si los ponía por escrito. Desde entonces decidí dos cosas: enmudecer, (salvo cuando de tanto en tanto hago pruebas para ver si ya he sanado), y tener siempre a mano una libreta y un lápiz.
—Ya saqué número para consultar, será pasado mañana. Iremos al mejor neurólogo que hay, una eminencia grado 5.
Yo asiento con gestos que intentan no trasmitir mi desesperanza. Este mal tiene su origen en mi cobardía y en mis engaños. Es un castigo, evidentemente. Y evidentemente existe Dios.
Creo que Él me ha visto todas las veces, me ha visto siempre. Y creo que venía siendo condescendiente con mis fallas. A fin de cuentas, el instinto sexual está en nosotros porque fuimos hechos a su imagen y semejanza. El sexo, aunque sea con trampas, es la mejor manera que tenemos de sentirnos vivos, al igual que el amor. Pero todo tiene un límite. No hacer nada por la vida de un prójimo es despreciar la vida, y eso sí que se castiga. Eso sí amerita un proceso de limpieza interior si es que se aspira al bálsamo del perdón. Entiendo que este mal mío de no poder comunicarme verbalmente por falta de palabras, es el reflejo especular de esa otra incomunicación real y palpable de mi vida. Estoy en la disyuntiva, arriesgando perder a Ofelia, a quien creo que amo de verdad. Peligrando quedarme sin ella. Recuperar quizás todas las palabras pero al precio de perderla.
Ya han pasado dos días y dos noches desde la tormenta que me agarró en la calle Nueva York. Llovían gotas como piedras, y caminando, (más bien corriendo), casi me llevo por delante a una muchacha menudita y flaca que iba delante de mí. El agua que entraba a raudales en la boca de tormenta de Avenida del Libertador y Nueva York la hizo trastabillar, y viendo que no podía recuperar el equilibrio, que el hueco la llamaba con bramidos de dios pagano sediento de sangre, quiso salvar al bebé arrojándolo a mis pies. Yo quedé petrificado, viendo como la muchachita era tragada por el pozo. Cuando, en milésimas de segundo capté su último mensaje, me arrojé tratando de alcanzar al bebito, pero fue en vano. También aquel montoncito de carne envuelta en una frazadita celeste surcó las aguas rumbo a la alcantarilla, y quedé panza abajo y solo. La calle era una tabla enjabonada, y yo resbalando sin control me golpee la cabeza. Nunca me sentí tan agradecido por mi barriga más gruesa de lo que me gustaría. Quedé tan aturdido y vacío que no hice nada durante un rato. Luego volví trabajosamente a mi oficina. Ponerme ropa seca y sentarme frente a la estufa fue la única cosa que supe hacer. Eso, y tratar de lo que enseguida me percaté que sería imposible: olvidar lo sucedido.
Esperaré unos días. Tal vez la eminencia grado 5 me cure. Y me ahorre el trago amargo de desnudarme totalmente ante mi esposa.
Como envidio su sueño tranquilo, esa respiración que irradia paz, la lasitud inocente de su cuerpo, mientras que yo estoy acorralado en la oscuridad y muerto de miedo, haciendo fuerza para no cerrar los ojos: estoy seguro que los demonios están aún esperando por mí.
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