Contemplé al hombre que me había dado la vida, sintiendo que una parte de mí había muerto, y algo de él seguía viviendo en mi interior. Sentí que así hubiera sido yo de haber vivido en su tiempo, y que las arrugas de mi rostro estarían ahora en el suyo si hubiese conocido aquello que mi experiencia alcanzó en sensibilidad y razón.
Si tuviese que destacar la cualidad más característica de mi padre, creo que ésta sería sin lugar a dudas su intensa e inagotable vitalidad, que hacía extensible a las personas que se encontraban a su alrededor. Siempre activo, incansable, ocupando sus horas en las más diversas actividades que puedan imaginarse. Pero sus acciones nunca carecían de la justa dosis de reflexión necesaria, suministrada por su aguda e inquieta inteligencia. Demostró que los sabios no tienen porqué ser exclusivamente hombres de pensamiento y actitud contemplativa. Decía no tenerle miedo a nada en este mundo y así lo reflejó constantemente en su conducta hasta el último día, hasta el último aliento, sin derrumbarse moralmente ni por espacio de un solo segundo. Se despidió de nosotros con una solemne sonrisa, expirando serenamente como uno de los héroes de leyenda de la Antigüedad. Jamás conocí –y seguro estoy de que jamás conoceré- persona más firmemente arraigada a la dura tierra de la realidad natural tal cual es.
Cuando era niño –y aún más en mi adultez-, su valor y entusiasmo ante las cosas me impresionaba, era un ejemplo viviente para mí. Siempre me preguntaba cómo era posible poseer semejante valentía inquebrantable conociendo las múltiples formas que adopta el horror para manifestarse en nuestro mundo. Era sencillamente increíble. A él debo la solidez de mi carácter y una personalidad sin fisuras. Cuánto le iba a echar en falta.
El velatorio tocaba a su fin, estaba amaneciendo. Pronto vería el cuerpo de mi padre por último vez, antes de que la tierra le acogiese en su seno maternal para proporcionarle el eterno reposo. Repentinamente, ante mi espanto, papá se incorporó furiosamente de su ataúd, abriendo sus ojos vidriosos, donde brillaba la inconfundible huella de la locura y la desesperación absolutas; y clavó aquellos ojos ensangrentados sobre los míos, mientras mi corazón golpeaba los orgánicos muros de su encierro y mi mente pugnaba por evadirse de la evidencia que era incapaz de asimilar.
Me agarró por los hombros con sus rígidas manos de hielo y comenzó a gritarme guturalmente palabras impronunciables para un pecho privado de aire:
-¡La vida nunca termina! ¡Me oyes, hijo mío! ¡Nunca termina! –chilló monstruosamente- ¡En la muerte se cumple el más profundo de nuestros miedos! ¡Perdóname por haberte traído al mundo, hijo mío, perdóname!
Y así fue como descubrí, antes de perder el sentido, que lo que impulsó la vida de mi padre fue su deseo de encontrarse con la muerte.
En cierto modo, mi padre siempre había estado muerto.
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Últimos comentarios sobre este cuento
Nombre: filemon
Comentario: pues ta chido mejores que otros que e leido
Fecha: 2008-08-24 18:11:17
Nombre: gabriel
Comentario: muy bueno el cuento es bien para reflexionar la verdad que me gustaria continuar leyendo tus cuentos y que me pasaras a mi correo agunos de ellos
Fecha: 2008-05-30 12:59:00
Nombre: LuisBermer
Comentario: Gracias, Giovanna
Hasta otra.
Fecha: 2008-05-27 12:55:22
Nombre: giovanna
Comentario: ME GUSTO LA IDEA DEL FINAL, ME PARECE MUY BUENA SEGUIRE LEYENDO TUS CUENTOS