Ring… ring… ring… Así sonaban los teléfonos en la década de los ochenta, no se les podía cambiar el tono, sólo servían para hablar y la única inteligencia que de ellos se esperaba era que quien había marcado tuviera algo sensato que decir. Cumplían pues el propósito para el que Alexander Graham Bell los diseñó, -acercar a las personas sin alargar las conversaciones-.
Ring… ring… ring… Sonó su teléfono, él no podía dejar de experimentar una cierta inquietud cada vez que éste sonaba, sabía que las personas normalmente usaban este medio de comunicación cuando se trataba de un asunto importante y rara vez para perder el tiempo o peor aún quitárselo al propietario del número marcado. “El teléfono es muy frío y las llamadas son muy pocas” escribió Roque Narvaja, un roquero, argentino y extemporáneo, debió haber agregado que era caro, se oía mal y se tardaban en instalarlo.
Él lo dejo sonar un par de veces, no quería proyectar ansiedad o prisa alguna por contestar, con voz pausada preguntó ¿Quién habla? Resultó ser un antiguo compañero de trabajo a quien la Diosa Fortuna lo había colocado al frente de una gran empresa que crecía rápidamente incursionando en los, en aquella, época incipientes y novedosos mercados de la tecnología.
Te invito a comer, -hoy mismo de ser posible le dijo es urgente que platiquemos-. Más tarde compartiendo una mesa de algún restaurante de moda y con la siempre inspiradora compañía de un buen vino, recibió una oferta de trabajo. Se trataba de desarrollar un nuevo modelo comercial, por lo que no había muchos detalles de la actividad pero el sueldo era muy atractivo, así que él aceptó.
En la fecha acordada para iniciar su nuevo trabajo, él se levantó temprano y llegó un poco antes a lo que de ahí en adelante sería su nueva oficina. Al ver el edificio desde la acera opuesta, quedó impactado, era realmente magnífico, se trataba de una vieja casona construida a finales del siglo XVI la cual había sido remodelada para dotarla de las características de un edificio moderno pero cuidando al máximo preservar todos los detalles de la construcción original llevada a cabo varios siglos atrás. La iluminación moderna ahuyentó los viejos fantasmas que allí moraban reduciéndolos a sólo ecos que se podían escuchar en el crujir de la madera y el chirriar de los herrajes.
Una secretaria de porte muy distinguido acudió a recibirlo a la puerta misma de la gran casona y lo condujo de inmediato a una enorme sala de juntas, allí se encontraba reunido el grupo ejecutivo de más alto nivel. Las presentaciones de rigor, una cálida bienvenida, un excelente café recién preparado y, por supuesto, ese extraño protocolo mediante el cual a través de preguntar el barrio en el que vives, la escuela a la que atendiste y los hobbies que tienes, se busca encontrar relaciones comunes que sirvan para acreditar la posición social del recién llegado.
Más tarde la misma secretaria que lo había recibido se encargó de darle “un tour” por todas las instalaciones, presentándole a todo mundo, dicha presentación incluía nombre, puesto y alguna característica relevante de la persona. Tal y como suele suceder en esos casos, cuando se trata de mucha gente, al final del tour él sólo recordaba la primera y la ultima presentación.
Aquel recorrido terminó frente a una puerta. Era una puerta formidable, hecha de madera maciza y de un espesor tal que parecía defender una fortaleza, él no pudo evitar hacerse la pregunta: ¿Será mi protección o mi cárcel? La secretaria empujó la puerta con firmeza y ésta pese a su enorme peso, giró suavemente sobre sus goznes permitiendo el acceso al recinto, ésta es su oficina dijo con una sonrisa amable, cerró la puerta tras de ella y desapareció dejándolo solo en lo que en adelante sería su lugar de trabajo.
Él dio unos cuantos pasos, se situó en medio del espacio, tomó aire y girando lentamente comenzó a reconocerlo. La altura al techo era enorme y los muros eran exageradamente anchos, estas características físicas le daban al recinto un gran señorío, pero al mismo tiempo hacían verse pequeño todo lo que contenía, un ligero escalofrío recorrió su cuerpo, ¿Satisfaría él las expectativas de quien lo invitó a colaborar en ese proyecto? ¿Esa oficina le ayudaría a pensar en grande o lo empequeñecería?
Un discreto toque en la puerta lo trajo de vuelta a la realidad, era Marco Antonio el director de ventas a gobierno, quien ocupaba la oficina contigua y venía acompañado de una señorita rubia a la que presentó como su secretaria, luego en un tono sumamente amable dijo: Mientras armas tu departamento y contratas tu personal la podemos compartir, ella esbozo una sonrisa que a él le pareció más falsa que la filantropía de un banquero y musitó “lo que se le ofrezca, ya sabe, con mucho gusto”; acto seguido desaparecieron.
Finalmente se sentó en el cómodo sillón del escritorio, ajustó la altura, extrajo del bolsillo de su camisa la pluma fuente, tomó de la papelera unas hojas en blanco y se dispuso a hacer el primer borrador de lo que sería su proyecto. La pluma fuente parecía tener ideas propias y escribía por su cuenta, más tarde al revisar sus primeras notas descubrió que éstas no se referían al proyecto, NO, éstas retomaban su primera inquietud, la reciedumbre de la puerta ¿Tenía por objeto impedir la entrada de extraños o limitar la salida de propios? ¿A él lo hacía sentirse seguro o atrapado? Y, así la lista de preguntas llenaba varias hojas de papel.
Con la cabeza entre las manos para tratar de contener su desesperación y una ligera transpiración que perlaba su frente, encontró la primera respuesta a tantas y tantas preguntas.
Mantendría la puerta entreabierta para él y entrecerrada para los demás.
Así comenzó él a trabajar, había días enteros en el que el síndrome de la página en blanco atacaba y había otros en los que las ideas parecían materializarse por sí solas.
Fue justamente uno de esos días cuando en medio de esa fiebre creadora escuchó el acompasado sonar de unos tacones, sonido que el piso de madera magnificaba haciéndolo aún más profundo. Escuchar los pasos, imaginar cómo sería quien pudiera impartirles ese ritmo y levantar la vista fueron acciones que transcurrieron en cámara lenta, entonces a través de la puerta entreabierta percibió, primero una silueta, luego una forma que se materializaba y finalmente una visión clara de un escultural cuerpo de mujer que le daba la espalda.
Estupefacto, inició el análisis de aquella visión desde el principio, es decir desde los tacones que despertaron su atención. Pertenecían a ese tipo de calzado llamado zapatillas, famosas por resaltar la forma de las piernas, él levantó un poco más la vista y constató lo que ya sabía, la forma de las pantorrillas era perfecta, se adivinaba la tersura de la piel y lucían bronceadas ¿Qué sol goloso las habría besado hasta darles ese tono?
En su interior una feroz batalla se llevaba a cabo, la razón imploraba, no sigas, no levantes más la vista, pero la curiosidad pudo más y así se encontró con una falda lo suficientemente larga para cubrir sus muslos y al mismo tiempo lo suficientemente entallada para dejarlos adivinarse.
De espaldas hacía él, inclinada sobre un escritorio donde entregaba algunos documentos se balanceaba de una pierna a otra imprimiéndole a sus caderas un ritmo sensual y provocador. Lo que inició como una visión ahora era toda una revelación.
Una cintura fina le trajo a la memoria un fragmento de poema que alguna vez despertó su atención: -¡Cómo quisiera tener en mis manos tu cintura y en mi soledad tu ternura!- Más arriba la espalda, mitad descubierta por el amplio escote de la blusa que mostraba tatuado en el hombro derecho un papagayo de múltiples y vívidos colores que lo observaba mientras él la observaba a ella.
Tuvo que llevarse la mano a la boca para ahogar el grito de sorpresa que estaba a punto de emitir, el papagayo lo observaba. No, no era posible, estaba alucinando. Pero, el papagayo no le quitaba la vista de encima. Los pájaros no se ríen pero es fácil adivinar en su mirada cuando se burlan de nosotros y éste se burlaba de él.
El piso giraba, el techo descendía, las paredes se aproximaban y el estruendoso graznar del papagayo inundaba la oficina. Él, en posición fetal se ocultó bajo el pesado escritorio, apretó los dientes y cerró los ojos; perdió la noción del tiempo y del espacio, no sabía que sucedía y entonces llegó a sus oídos lo que él percibió como una dulce melodía, en realidad era el rítmico repiquetear en el piso de madera, de unos tacones que se alejaban. Abrió los ojos y la epifanía había desaparecido sin haber mostrado su rostro.
La dirección de ventas a gobierno había identificado un proyecto, ahora tenía mucho trabajo por hacer, trabajo real, ya no tendría que inventar posibles campañas y promociones. El proyecto era apasionante, se trataba de a través de la tecnología acercar la diversión a las masas. Trabajaba sin descanso, podría decirse que atravesaba por una etapa de creatividad febril, sólo interrumpida por momentos cuando creía escuchar el batir de alas en su oficina, levantaba entonces la vista, revisaba el espacio y al no encontrar nada regresaba a su trabajo.
Al mediodía, de regreso de su comida, él recorría todo el edificio, lo hacía pausadamente y aparentando una amabilidad que estaba lejos de poseer, saludaba a todos, con el tiempo se había aprendido el nombre de la mayoría de los empleados. Más que socializar ese recorrido tenía un propósito, él buscaba hombros desnudos con la esperanza de encontrar en alguno de ellos, aquel papagayo que a veces parecía volar en su oficina. Encontraba muchas faldas cortas pero pocas blusas escotadas y, de ésas ninguna llevaba el tatuaje que buscaba.
Hacía ya tiempo desde que decidió dejar la puerta de su oficina abierta de par en par, incluso colocó en ella un pequeño letrero que decía “Las aves son bienvenidas” por las noches combatía el insomnio con la lectura del “Manual del Ornitólogo” y durante el día traía siempre el libro bajo el brazo, cual predicador con su inseparable Biblia.
Un día de máxima concentración en su trabajo le pareció escuchar un leve Toc Toc en su puerta, alzó la mirada y vio a Marco Antonio en el umbral de su puerta, sonreía y mientras caminaba al centro de la oficina, dijo con voz atropellada: -Nos dieron el proyecto, nos lo dieron- él poco a poco comprendió que el proyecto en el que había venido trabajando no lo era más, ahora era un contrato, el más importante en el que la empresa hubiese participado y, no pudo dejar de imaginarse en un mejor futuro. Marco Antonio concluyó: Esto debemos de celebrarlo apropiadamente, cenemos este viernes en el mejor restaurante de la ciudad, allí nos vemos, ¿de acuerdo? De acuerdo.
Ese viernes salió un poco más temprano de la oficina, fue a su casa, se dio un baño y comenzó a vestirse despacio y sin entusiasmo, a él no le gustaba salir los viernes por la noche, era el tiempo que dedicaba a una de sus actividades preferidas. Trabajar en la compilación de la música que le gustaba: abrir una botella de vino, limpiar los acetatos, escucharlos y luego grabar a cinta las melodías que según su estado de ánimo lo impactaban. Para los melómanos era una época de oro, llegaba música de todo el mundo y él pertenecía a un grupo afín donde se seleccionaba, evaluaba e intercambiaba música.
Con tiempo sobrado, abordó su auto, insertó “un cassette” en el reproductor y bajo la lluvia tomó camino hacia el restaurante, iba sin expectativa alguna, a cumplir un compromiso con un compañero de trabajo, tomar unos tragos y regresar lo antes posible a su madriguera, término con el que se refería a su casa. Llegó un poco antes, dijo su nombre y un capitán de meseros haciendo ademanes exagerados y utilizando palabras rimbombantes lo condujo a la mesa que Marco Antonio había reservado. Pidió un Whiskey en las rocas al que le daba pequeños sorbos y se entretenía moviendo los hielos con el dedo índice.
Unos minutos después el mismo capitán, con los mismos ademanes y las mismas palabras, condujo a Marco Antonio a la mesa, venía acompañado de dos hermosas mujeres enfundadas en sendas gabardinas negras que las habían protegido de la lluvia, siguiendo las reglas básicas de urbanidad, él, de píe, le ayudó a una de ellas a despojarse de la gabardina, abajo, un vestido strapless que mostraba unos hombros redondos y suaves y en uno de ellos mirándolo divertido se posaba un papagayo de múltiples y vívidos colores.
Apuró de un trago el Whiskey restante, ordenó otro, esta vez doble y, una vez que recobró la compostura farfulló: “Enjaulado de conocerla, digo encantado, corrigió” ella emitió una risa musical abriendo ligeramente sus labios voluptuosos y asomaron unos dientes blancos y perfectos.
Sentado frente a ella admiraba su rostro, primero pensó en una hermosa efigie tomada de un medallón antiguo, sin embargo había rasgos que no correspondían, los ojos de las efigies son pequeños y de mirada lánguida, estos eran enormes y de mirada traviesa, los labios de las efigies son delgados y estos eran carnosos, los imaginó culpables de mil sueños febriles; más abajo un cuello perfecto al que en su alucinación imaginó cubría de besos y suaves mordiscos, pero al llegar al hombro, desde atrás se asomaba el papagayo mirándolo retador; él regresaba entonces a perderse en el jugueteo de su mirada para luego iniciar nuevamente el recorrido hacía sus hombros y allí encontrarse nuevamente con el papagayo.
En la mesa mientras los demás platicaban animadamente, él seguía atrapado en el circuito que iba de sus ojos a sus hombros, hasta que una voz meliflua lo sacó de su arrobo diciendo: ¿Que ordena el señor para cenar? Con el pensamiento en el ave, respondió distraídamente: Paté de Pato, Nido de codorniz y de postre Palomitas de maíz con caramelo.
La noche avanzó vertiginosamente y la cena terminó, camino a recoger los autos, ella lo tomó de la mano y le dijo discretamente. No quiero regresar con Marco Antonio, no me gusta ser acosada, ¿me llevas tú a mi casa? Sintiéndose ese Quijote defensor de doncellas que sólo sienten los que nunca leyeron el libro, respondió: SI, POR SUPUESTO, acto seguido se despidieron de los demás, él le abrió la portezuela del auto y lo rodeó para tomar su lugar al volante.
Él tenía un auto viejo, por lo que el asiento delantero era del tipo banca corrida, sin consola al centro y la palanca de velocidades estaba en la columna de la dirección, ella se desplazó hasta quedar a su lado, tomó su brazo con las dos manos y se acurruco junto a él. La música (Samba Triste con Baden Powell) y su perfume (Chloe) llenaban el auto, él manejaba lo más despacio posible quería eternizar el momento, ella lo guiaba, por la avenida, da vuelta a la derecha, toma esta calle, ahora a la izquierda, una más y, aquí es.
Estaban frente a un viejo edificio de departamentos, él apagó el motor, ella apretó más su cuerpo al de él, la música terminó y ella soltó su brazo, lo miró y acercó lentamente su rostro, mojó sus labios con la punta de la lengua y le dio un beso dulce, húmedo, tibio y largo. Luego abrió rápidamente la puerta y corrió hacia el edificio, ¿Cuándo te veré? Alcanzó a preguntar él y, mientras ella desaparecía tras el portón le pareció escuchar que contestó “el lunes”.
De regreso a casa mantuvo los vidrios del auto cerrados, quería preservar el perfume de ella, su costado derecho guardaba todavía su calor, al llegar y descender del auto se dio cuenta que la lluvia había cesado, el cielo estaba despejado y una luna llena, enorme, iluminaba el firmamento, era tan clara la noche y tan grande la luna que el conejo se distinguía perfectamente, su sonrisa era visible y le guiñaba un ojo, él sonrió, le devolvió el guiño y se fue a dormir.
Los fines de semana algo sucede y los relojes caminan más rápido, sin embargo ese fin de semana en particular fue eterno, él aprovechó para seguir estudiando su manual del ornitólogo, tenía que ganarse la confianza del papagayo, domesticarlo y volverlo su aliado. También se dio tiempo para comprar el cassette “Baden Powell volumen cinco” que contenía la melodía que tanto le gustó y el cual le llevaría el lunes que se reunieran.
El lunes llegó temprano a su oficina, organizó cuidadosamente sus papeles de trabajo, colocó sobre ellos su pluma fuente, revisó una vez más la envoltura del cassette recién adquirido y lo guardó en el cajón superior de su escritorio. A las once de la mañana consideró que ya era el tiempo prudente para pasar a saludarla, entregar el regalo y ultimar los detalles de la cita para esa tarde-noche.
Buscando ser discreto, trazó el camino más largo para llegar al escritorio de ella y cuando estuvo allí, notó que el escritorio estaba vacío, perfectamente limpio y no había señal alguna de quien lo ocupaba. Quiso pensar que ella habría salido o, quizás estaba en otro departamento pero el escritorio vacío le causó un gran desasosiego, regresó a su oficina, ahora si por el camino corto y decidió que por la tarde la buscaría de nuevo, así lo hizo, sólo para constatar que el escritorio seguía allí pero ella no.
Los siguientes días repitió la búsqueda siempre con el mismo resultado, durante la semana tampoco escuchó el batir de alas en su oficina, así que el viernes poco antes de la hora de salida, se armó de valor y fue a preguntar por ella al departamento de Recursos Humanos, allí le informaron que ella fue una empleada eventual y que justamente el viernes anterior había sido su último día de trabajo.
Esa noche no pudo dormir, cada vez que estaba a punto de conciliar el sueño un recuerdo se lo espantaba, unas veces eran sus ojos de mirar travieso, otras el calor de su cuerpo que todavía sentía en su costado derecho y las más de las veces, ese beso dulce, húmedo, tibio y largo con el que ella se despidió.
El sábado se levantó temprano y decidió ir a buscarla a su casa, tomó su auto y fue primero al restaurante donde cenaron para desde allí tratar de reconstruir la ruta seguida aquella noche. La fisonomía de las ciudades no es siempre la misma, cambia según la hora del día, por lo que no fue fácil encontrar el edificio donde la dejó, al fin le pareció que había llegado, observaba la construcción, veía el portón y dudaba, una jaula vacía colgada en uno de los balcones lo convenció de que estaba en el lugar correcto.
Caminó hasta el portón, en la pared un conjunto enorme de timbres, ¿Qué hacer? ¿Cuál tocar?, tiempo después alguien salió del edificio y el aprovechó para entrar. Tocar a la puerta, presentarse con amabilidad para despertar confianza y preguntar por una mujer de tales y cuales características se volvió una rutina que repitió muchas veces hasta que una señora le dijo: Si, yo rento una recámara y vivió aquí un tiempo, no sé mucho de ella, era muy reservada, creo que regresó a vivir con su familia en algún lugar del interior del país.
Desconcertado caminó por las calles de la ciudad, no buscaba nada, no iba a ningún lugar, sólo caminaba y caminando llegó a un minúsculo parque, se disponía a sentarse en una banca cuando frente a él en un arbusto vio posado al papagayo. Su sorpresa fue mayúscula, el papagayo sólo existía tatuado en el hombro de su dueña, ¿Cómo escapó?, ¿Qué hacia allí?, ¿Sería el mismo?, Si, si era, lo supo por su mirada burlona.
Se acercó lentamente al papagayo y cuando estaba a punto de tocarlo éste voló al siguiente arbusto, recordó entonces que en el manual del ornitólogo que tanto había estudiado recomendaban darle un nombre a cada pájaro y llamarlos siempre por él, en ese momento lo bautizó como Blu y, así lo comenzó a llamar, sin que esto sirviera de mucho ya que cada vez que se acercaba lo suficiente para tocarlo Blu volaba al siguiente arbusto, hasta que entre llamados, acercamientos y vuelos cortos llegaron al límite del parque.
Él desde la acera y Blu desde el arbusto se observaban mutuamente, Blu con mirada burlona y él con mirada estúpida, cómo se le ocurrió bautizar con ese nombre a un ave tropical, ¿Sería por eso que no respondía? Y, allí seguían los dos, inmóviles, mirándose y seguramente preguntándose ¿Dónde está ella? El haber encontrado un interés en común los acercó y Blu voló a su hombro. Él no lo esperaba, dio un paso atrás, perdió el equilibrio y cayó en el arroyo de la calle, donde fue arrollado por un camión de carga que transportaba pavos de las granjas en el interior del país al mercado de la gran ciudad.
Tendido boca arriba sobre el pavimento caliente vio como Blu alcanzó a esquivar el camión y desde un árbol del parque lo observaba, le pareció percibir que en su mirada ya no había burla, ahora había una cierta preocupación.
El estruendo era ensordecedor, el gluglutear de los pavos espantados, primero por el brusco frenar del camión y luego por el también brusco acelerón para escapar del lugar, algunos viandantes lo rodeaban mirándolo, unos con curiosidad otros con lástima, la mayoría con indiferencia, no lo muevan dijo alguien, llamen una ambulancia sugirió otro, yo tomé la matricula del camión es AV-1983 decía uno más, pero a él no le preocupaba, Blu estaba bien y eso era lo importante.
Más tarde escuchó el ulular de una sirena, la luz del sol le daba directo en los ojos por lo que sólo pudo distinguir unas siluetas blancas que lo colocaron en una camilla y luego subieron la camilla a una ambulancia. Cerca de la zona donde lo atropellaron había un estadio de Futbol y ese sábado se había celebrado un partido importante, los aficionados que se retiraban generaron un tráfico de locura, las calles más que vías de circulación eran enormes estacionamientos donde nadie avanzaba.
El conductor de la ambulancia encendió un cigarrillo, prendió la radio y apagó la sirena, no tenía ningún caso usarla, nadie ni nada se movía, los paramédicos comentaban animadamente el partido que recién había terminado, criticando tanto a jugadores como a árbitros y a él le pareció escuchar unas pequeñas pisadas que con sus garras rasgaban el techo de lámina de la ambulancia.
Horas después los paramédicos depositaron la camilla en el pasillo de un hospital del seguro social, sobre el fondo verde pálido de las paredes se proyectaba el desfile de médicos y enfermeras a quienes la rutina los había despojado de sensibilidad y cuya identidad se perdía bajo el uniforme blanco. Una enfermera tomó de su delantal unas tijeras y cortó su ropa, al retirarla, él, de reojo alcanzó a ver que estaba manchada de sangre, luego otra enfermera lo cubrió con una sábana blanca y helada que sumada a la corriente de aire que circulaba por el pasillo lo hizo sentir frío; quiso acurrucarse para darse un poco de calor y entonces se percató que su cuerpo no lo obedecía.
Un grupo de médicos lo rodeaban y discutían el procedimiento a seguir, hay que operar, opinaba la mayoría y entonces uno que parecía ser el de mayor jerarquía dictaminó terminantemente: No creo que soporte la cirugía y aún que así fuera no hay quirófano disponible; instálenlo en el pabellón general y manténgalo en observación, acto seguido se retiraron.
Sólo, en el pasillo, recibió a un visitante inesperado, “El dolor”, quien poco a poco se fue apoderando de su cuerpo, era imposible identificar dónde dolía, pero sí cuánto dolía; como siempre pasa con las visitas inesperadas, son molestas al principio, luego se vuelven parte integrante y cuándo finalmente se van se les llega a extrañar, él y el dolor estaban en la segunda etapa, ya eran uno solo.
Ahora yacía en una cama del pabellón general, decenas de camas meticulosamente alineadas cobijaban más dolor y sufrimiento juntos del que él podía imaginar, la bóveda del techo hacía resonar con más intensidad los lamentos de los pacientes, la luz era tenue y el ambiente olía a medicamentos. Por la ventana se colaba el reflejo de las luces de la ciudad propiciando un entorno fantasmagórico, comenzó entonces a recordar y notó que cada vez que recreaba un recuerdo al final se borraba como si su vida misma se fuese desvaneciendo poco a poco. En tanto, no dejaba de preguntarse ¿Cuándo habrá un quirófano disponible?
El agotamiento que le produjo el dolor, aunado a que ya no tenía más recuerdos que revivir, indujeron en él un sueño profundo, apacible y sereno. Al despertar se dio cuenta que el dolor ya no estaba y él había recuperado la movilidad, ahora se podía desplazar por todo el pabellón e incluso más allá, le bastaba imaginar el destino e inmediatamente se encontraba allí, regresó al pabellón y con gran desconcierto se vio a sí mismo en la cama, Blu en el alfeizar de la ventana hacía guardia, la noche siempre generosa, le había regalado su color y ahora su plumaje lucía absolutamente negro, él lo observó y descubrió otros cambios; su pico ya no era amplio y curvo, ahora era recto y fuerte, su mirada ya no era burlona, ahora era altiva y atisbaba visionaria.
Unos hombres vestidos de negro llegaron hasta su cama, desdoblaron la sábana y taparon su rostro, sin embargo el los seguía viendo, luego se lo llevaron sin que él supiera el destino, no podía medir el tiempo, parecía que éste se había detenido o ya no existía, creyó haber escuchado alguna vez que el tiempo era relativo, pero no estaba seguro, ya casi no tenía recuerdos.
Los hombres de negro hicieron alto frente a una sobria construcción, en el acceso principal una inscripción rezaba “Sólo somos peregrinos en espera de una vida plena” y al fondo un conjunto de pequeños edificios de cantera con muchas salas de espera dispuestas en forma de cajonera, cada sala tenía un nombre en la puerta. Una de ellas tenía el suyo y mientras lo depositaban en ella escuchó un batir de alas, era Blu que llegaba y se posaba en uno de los muchos cipreses que allí crecían.
Allí, él en su sala y Blu en el Ciprés, esperarían que algún día hubiera un quirófano disponible y así alcanzar la vida plena que prometía la inscripción de la entrada.
//alex
Blu
Autor: Omar Alvarado Díaz
(4.12/5)
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Cuento publicado el 15 de Mayo de 2017
Ring… ring… ring… Así sonaban los teléfonos en la década de los ochenta, no se les podía cambiar el tono, sólo servían para hablar y la única inteligencia que de ellos se esperaba era que quien había marcado tuviera algo sensato que decir. Cumplían pues el propósito para el que Alexander Graham Bell los diseñó, -acercar a las personas sin alargar las conversaciones-.
Ring… ring… ring… Sonó su teléfono, él no podía dejar de experimentar una cierta inquietud cada vez que éste sonaba, sabía que las personas normalmente usaban este medio de comunicación cuando se trataba de un asunto importante y rara vez para perder el tiempo o peor aún quitárselo al propietario del número marcado. “El teléfono es muy frío y las llamadas son muy pocas” escribió Roque Narvaja, un roquero, argentino y extemporáneo, debió haber agregado que era caro, se oía mal y se tardaban en instalarlo.
Él lo dejo sonar un par de veces, no quería proyectar ansiedad o prisa alguna por contestar, con voz pausada preguntó ¿Quién habla? Resultó ser un antiguo compañero de trabajo a quien la Diosa Fortuna lo había colocado al frente de una gran empresa que crecía rápidamente incursionando en los, en aquella, época incipientes y novedosos mercados de la tecnología.
Te invito a comer, -hoy mismo de ser posible le dijo es urgente que platiquemos-. Más tarde compartiendo una mesa de algún restaurante de moda y con la siempre inspiradora compañía de un buen vino, recibió una oferta de trabajo. Se trataba de desarrollar un nuevo modelo comercial, por lo que no había muchos detalles de la actividad pero el sueldo era muy atractivo, así que él aceptó.
En la fecha acordada para iniciar su nuevo trabajo, él se levantó temprano y llegó un poco antes a lo que de ahí en adelante sería su nueva oficina. Al ver el edificio desde la acera opuesta, quedó impactado, era realmente magnífico, se trataba de una vieja casona construida a finales del siglo XVI la cual había sido remodelada para dotarla de las características de un edificio moderno pero cuidando al máximo preservar todos los detalles de la construcción original llevada a cabo varios siglos atrás. La iluminación moderna ahuyentó los viejos fantasmas que allí moraban reduciéndolos a sólo ecos que se podían escuchar en el crujir de la madera y el chirriar de los herrajes.
Una secretaria de porte muy distinguido acudió a recibirlo a la puerta misma de la gran casona y lo condujo de inmediato a una enorme sala de juntas, allí se encontraba reunido el grupo ejecutivo de más alto nivel. Las presentaciones de rigor, una cálida bienvenida, un excelente café recién preparado y, por supuesto, ese extraño protocolo mediante el cual a través de preguntar el barrio en el que vives, la escuela a la que atendiste y los hobbies que tienes, se busca encontrar relaciones comunes que sirvan para acreditar la posición social del recién llegado.
Más tarde la misma secretaria que lo había recibido se encargó de darle “un tour” por todas las instalaciones, presentándole a todo mundo, dicha presentación incluía nombre, puesto y alguna característica relevante de la persona. Tal y como suele suceder en esos casos, cuando se trata de mucha gente, al final del tour él sólo recordaba la primera y la ultima presentación.
Aquel recorrido terminó frente a una puerta. Era una puerta formidable, hecha de madera maciza y de un espesor tal que parecía defender una fortaleza, él no pudo evitar hacerse la pregunta: ¿Será mi protección o mi cárcel? La secretaria empujó la puerta con firmeza y ésta pese a su enorme peso, giró suavemente sobre sus goznes permitiendo el acceso al recinto, ésta es su oficina dijo con una sonrisa amable, cerró la puerta tras de ella y desapareció dejándolo solo en lo que en adelante sería su lugar de trabajo.
Él dio unos cuantos pasos, se situó en medio del espacio, tomó aire y girando lentamente comenzó a reconocerlo. La altura al techo era enorme y los muros eran exageradamente anchos, estas características físicas le daban al recinto un gran señorío, pero al mismo tiempo hacían verse pequeño todo lo que contenía, un ligero escalofrío recorrió su cuerpo, ¿Satisfaría él las expectativas de quien lo invitó a colaborar en ese proyecto? ¿Esa oficina le ayudaría a pensar en grande o lo empequeñecería?
Un discreto toque en la puerta lo trajo de vuelta a la realidad, era Marco Antonio el director de ventas a gobierno, quien ocupaba la oficina contigua y venía acompañado de una señorita rubia a la que presentó como su secretaria, luego en un tono sumamente amable dijo: Mientras armas tu departamento y contratas tu personal la podemos compartir, ella esbozo una sonrisa que a él le pareció más falsa que la filantropía de un banquero y musitó “lo que se le ofrezca, ya sabe, con mucho gusto”; acto seguido desaparecieron.
Finalmente se sentó en el cómodo sillón del escritorio, ajustó la altura, extrajo del bolsillo de su camisa la pluma fuente, tomó de la papelera unas hojas en blanco y se dispuso a hacer el primer borrador de lo que sería su proyecto. La pluma fuente parecía tener ideas propias y escribía por su cuenta, más tarde al revisar sus primeras notas descubrió que éstas no se referían al proyecto, NO, éstas retomaban su primera inquietud, la reciedumbre de la puerta ¿Tenía por objeto impedir la entrada de extraños o limitar la salida de propios? ¿A él lo hacía sentirse seguro o atrapado? Y, así la lista de preguntas llenaba varias hojas de papel.
Con la cabeza entre las manos para tratar de contener su desesperación y una ligera transpiración que perlaba su frente, encontró la primera respuesta a tantas y tantas preguntas.
Mantendría la puerta entreabierta para él y entrecerrada para los demás.
Así comenzó él a trabajar, había días enteros en el que el síndrome de la página en blanco atacaba y había otros en los que las ideas parecían materializarse por sí solas.
Fue justamente uno de esos días cuando en medio de esa fiebre creadora escuchó el acompasado sonar de unos tacones, sonido que el piso de madera magnificaba haciéndolo aún más profundo. Escuchar los pasos, imaginar cómo sería quien pudiera impartirles ese ritmo y levantar la vista fueron acciones que transcurrieron en cámara lenta, entonces a través de la puerta entreabierta percibió, primero una silueta, luego una forma que se materializaba y finalmente una visión clara de un escultural cuerpo de mujer que le daba la espalda.
Estupefacto, inició el análisis de aquella visión desde el principio, es decir desde los tacones que despertaron su atención. Pertenecían a ese tipo de calzado llamado zapatillas, famosas por resaltar la forma de las piernas, él levantó un poco más la vista y constató lo que ya sabía, la forma de las pantorrillas era perfecta, se adivinaba la tersura de la piel y lucían bronceadas ¿Qué sol goloso las habría besado hasta darles ese tono?
En su interior una feroz batalla se llevaba a cabo, la razón imploraba, no sigas, no levantes más la vista, pero la curiosidad pudo más y así se encontró con una falda lo suficientemente larga para cubrir sus muslos y al mismo tiempo lo suficientemente entallada para dejarlos adivinarse.
De espaldas hacía él, inclinada sobre un escritorio donde entregaba algunos documentos se balanceaba de una pierna a otra imprimiéndole a sus caderas un ritmo sensual y provocador. Lo que inició como una visión ahora era toda una revelación.
Una cintura fina le trajo a la memoria un fragmento de poema que alguna vez despertó su atención: -¡Cómo quisiera tener en mis manos tu cintura y en mi soledad tu ternura!- Más arriba la espalda, mitad descubierta por el amplio escote de la blusa que mostraba tatuado en el hombro derecho un papagayo de múltiples y vívidos colores que lo observaba mientras él la observaba a ella.
Tuvo que llevarse la mano a la boca para ahogar el grito de sorpresa que estaba a punto de emitir, el papagayo lo observaba. No, no era posible, estaba alucinando. Pero, el papagayo no le quitaba la vista de encima. Los pájaros no se ríen pero es fácil adivinar en su mirada cuando se burlan de nosotros y éste se burlaba de él.
El piso giraba, el techo descendía, las paredes se aproximaban y el estruendoso graznar del papagayo inundaba la oficina. Él, en posición fetal se ocultó bajo el pesado escritorio, apretó los dientes y cerró los ojos; perdió la noción del tiempo y del espacio, no sabía que sucedía y entonces llegó a sus oídos lo que él percibió como una dulce melodía, en realidad era el rítmico repiquetear en el piso de madera, de unos tacones que se alejaban. Abrió los ojos y la epifanía había desaparecido sin haber mostrado su rostro.
La dirección de ventas a gobierno había identificado un proyecto, ahora tenía mucho trabajo por hacer, trabajo real, ya no tendría que inventar posibles campañas y promociones. El proyecto era apasionante, se trataba de a través de la tecnología acercar la diversión a las masas. Trabajaba sin descanso, podría decirse que atravesaba por una etapa de creatividad febril, sólo interrumpida por momentos cuando creía escuchar el batir de alas en su oficina, levantaba entonces la vista, revisaba el espacio y al no encontrar nada regresaba a su trabajo.
Al mediodía, de regreso de su comida, él recorría todo el edificio, lo hacía pausadamente y aparentando una amabilidad que estaba lejos de poseer, saludaba a todos, con el tiempo se había aprendido el nombre de la mayoría de los empleados. Más que socializar ese recorrido tenía un propósito, él buscaba hombros desnudos con la esperanza de encontrar en alguno de ellos, aquel papagayo que a veces parecía volar en su oficina. Encontraba muchas faldas cortas pero pocas blusas escotadas y, de ésas ninguna llevaba el tatuaje que buscaba.
Hacía ya tiempo desde que decidió dejar la puerta de su oficina abierta de par en par, incluso colocó en ella un pequeño letrero que decía “Las aves son bienvenidas” por las noches combatía el insomnio con la lectura del “Manual del Ornitólogo” y durante el día traía siempre el libro bajo el brazo, cual predicador con su inseparable Biblia.
Un día de máxima concentración en su trabajo le pareció escuchar un leve Toc Toc en su puerta, alzó la mirada y vio a Marco Antonio en el umbral de su puerta, sonreía y mientras caminaba al centro de la oficina, dijo con voz atropellada: -Nos dieron el proyecto, nos lo dieron- él poco a poco comprendió que el proyecto en el que había venido trabajando no lo era más, ahora era un contrato, el más importante en el que la empresa hubiese participado y, no pudo dejar de imaginarse en un mejor futuro. Marco Antonio concluyó: Esto debemos de celebrarlo apropiadamente, cenemos este viernes en el mejor restaurante de la ciudad, allí nos vemos, ¿de acuerdo? De acuerdo.
Ese viernes salió un poco más temprano de la oficina, fue a su casa, se dio un baño y comenzó a vestirse despacio y sin entusiasmo, a él no le gustaba salir los viernes por la noche, era el tiempo que dedicaba a una de sus actividades preferidas. Trabajar en la compilación de la música que le gustaba: abrir una botella de vino, limpiar los acetatos, escucharlos y luego grabar a cinta las melodías que según su estado de ánimo lo impactaban. Para los melómanos era una época de oro, llegaba música de todo el mundo y él pertenecía a un grupo afín donde se seleccionaba, evaluaba e intercambiaba música.
Con tiempo sobrado, abordó su auto, insertó “un cassette” en el reproductor y bajo la lluvia tomó camino hacia el restaurante, iba sin expectativa alguna, a cumplir un compromiso con un compañero de trabajo, tomar unos tragos y regresar lo antes posible a su madriguera, término con el que se refería a su casa. Llegó un poco antes, dijo su nombre y un capitán de meseros haciendo ademanes exagerados y utilizando palabras rimbombantes lo condujo a la mesa que Marco Antonio había reservado. Pidió un Whiskey en las rocas al que le daba pequeños sorbos y se entretenía moviendo los hielos con el dedo índice.
Unos minutos después el mismo capitán, con los mismos ademanes y las mismas palabras, condujo a Marco Antonio a la mesa, venía acompañado de dos hermosas mujeres enfundadas en sendas gabardinas negras que las habían protegido de la lluvia, siguiendo las reglas básicas de urbanidad, él, de píe, le ayudó a una de ellas a despojarse de la gabardina, abajo, un vestido strapless que mostraba unos hombros redondos y suaves y en uno de ellos mirándolo divertido se posaba un papagayo de múltiples y vívidos colores.
Apuró de un trago el Whiskey restante, ordenó otro, esta vez doble y, una vez que recobró la compostura farfulló: “Enjaulado de conocerla, digo encantado, corrigió” ella emitió una risa musical abriendo ligeramente sus labios voluptuosos y asomaron unos dientes blancos y perfectos.
Sentado frente a ella admiraba su rostro, primero pensó en una hermosa efigie tomada de un medallón antiguo, sin embargo había rasgos que no correspondían, los ojos de las efigies son pequeños y de mirada lánguida, estos eran enormes y de mirada traviesa, los labios de las efigies son delgados y estos eran carnosos, los imaginó culpables de mil sueños febriles; más abajo un cuello perfecto al que en su alucinación imaginó cubría de besos y suaves mordiscos, pero al llegar al hombro, desde atrás se asomaba el papagayo mirándolo retador; él regresaba entonces a perderse en el jugueteo de su mirada para luego iniciar nuevamente el recorrido hacía sus hombros y allí encontrarse nuevamente con el papagayo.
En la mesa mientras los demás platicaban animadamente, él seguía atrapado en el circuito que iba de sus ojos a sus hombros, hasta que una voz meliflua lo sacó de su arrobo diciendo: ¿Que ordena el señor para cenar? Con el pensamiento en el ave, respondió distraídamente: Paté de Pato, Nido de codorniz y de postre Palomitas de maíz con caramelo.
La noche avanzó vertiginosamente y la cena terminó, camino a recoger los autos, ella lo tomó de la mano y le dijo discretamente. No quiero regresar con Marco Antonio, no me gusta ser acosada, ¿me llevas tú a mi casa? Sintiéndose ese Quijote defensor de doncellas que sólo sienten los que nunca leyeron el libro, respondió: SI, POR SUPUESTO, acto seguido se despidieron de los demás, él le abrió la portezuela del auto y lo rodeó para tomar su lugar al volante.
Él tenía un auto viejo, por lo que el asiento delantero era del tipo banca corrida, sin consola al centro y la palanca de velocidades estaba en la columna de la dirección, ella se desplazó hasta quedar a su lado, tomó su brazo con las dos manos y se acurruco junto a él. La música (Samba Triste con Baden Powell) y su perfume (Chloe) llenaban el auto, él manejaba lo más despacio posible quería eternizar el momento, ella lo guiaba, por la avenida, da vuelta a la derecha, toma esta calle, ahora a la izquierda, una más y, aquí es.
Estaban frente a un viejo edificio de departamentos, él apagó el motor, ella apretó más su cuerpo al de él, la música terminó y ella soltó su brazo, lo miró y acercó lentamente su rostro, mojó sus labios con la punta de la lengua y le dio un beso dulce, húmedo, tibio y largo. Luego abrió rápidamente la puerta y corrió hacia el edificio, ¿Cuándo te veré? Alcanzó a preguntar él y, mientras ella desaparecía tras el portón le pareció escuchar que contestó “el lunes”.
De regreso a casa mantuvo los vidrios del auto cerrados, quería preservar el perfume de ella, su costado derecho guardaba todavía su calor, al llegar y descender del auto se dio cuenta que la lluvia había cesado, el cielo estaba despejado y una luna llena, enorme, iluminaba el firmamento, era tan clara la noche y tan grande la luna que el conejo se distinguía perfectamente, su sonrisa era visible y le guiñaba un ojo, él sonrió, le devolvió el guiño y se fue a dormir.
Los fines de semana algo sucede y los relojes caminan más rápido, sin embargo ese fin de semana en particular fue eterno, él aprovechó para seguir estudiando su manual del ornitólogo, tenía que ganarse la confianza del papagayo, domesticarlo y volverlo su aliado. También se dio tiempo para comprar el cassette “Baden Powell volumen cinco” que contenía la melodía que tanto le gustó y el cual le llevaría el lunes que se reunieran.
El lunes llegó temprano a su oficina, organizó cuidadosamente sus papeles de trabajo, colocó sobre ellos su pluma fuente, revisó una vez más la envoltura del cassette recién adquirido y lo guardó en el cajón superior de su escritorio. A las once de la mañana consideró que ya era el tiempo prudente para pasar a saludarla, entregar el regalo y ultimar los detalles de la cita para esa tarde-noche.
Buscando ser discreto, trazó el camino más largo para llegar al escritorio de ella y cuando estuvo allí, notó que el escritorio estaba vacío, perfectamente limpio y no había señal alguna de quien lo ocupaba. Quiso pensar que ella habría salido o, quizás estaba en otro departamento pero el escritorio vacío le causó un gran desasosiego, regresó a su oficina, ahora si por el camino corto y decidió que por la tarde la buscaría de nuevo, así lo hizo, sólo para constatar que el escritorio seguía allí pero ella no.
Los siguientes días repitió la búsqueda siempre con el mismo resultado, durante la semana tampoco escuchó el batir de alas en su oficina, así que el viernes poco antes de la hora de salida, se armó de valor y fue a preguntar por ella al departamento de Recursos Humanos, allí le informaron que ella fue una empleada eventual y que justamente el viernes anterior había sido su último día de trabajo.
Esa noche no pudo dormir, cada vez que estaba a punto de conciliar el sueño un recuerdo se lo espantaba, unas veces eran sus ojos de mirar travieso, otras el calor de su cuerpo que todavía sentía en su costado derecho y las más de las veces, ese beso dulce, húmedo, tibio y largo con el que ella se despidió.
El sábado se levantó temprano y decidió ir a buscarla a su casa, tomó su auto y fue primero al restaurante donde cenaron para desde allí tratar de reconstruir la ruta seguida aquella noche. La fisonomía de las ciudades no es siempre la misma, cambia según la hora del día, por lo que no fue fácil encontrar el edificio donde la dejó, al fin le pareció que había llegado, observaba la construcción, veía el portón y dudaba, una jaula vacía colgada en uno de los balcones lo convenció de que estaba en el lugar correcto.
Caminó hasta el portón, en la pared un conjunto enorme de timbres, ¿Qué hacer? ¿Cuál tocar?, tiempo después alguien salió del edificio y el aprovechó para entrar. Tocar a la puerta, presentarse con amabilidad para despertar confianza y preguntar por una mujer de tales y cuales características se volvió una rutina que repitió muchas veces hasta que una señora le dijo: Si, yo rento una recámara y vivió aquí un tiempo, no sé mucho de ella, era muy reservada, creo que regresó a vivir con su familia en algún lugar del interior del país.
Desconcertado caminó por las calles de la ciudad, no buscaba nada, no iba a ningún lugar, sólo caminaba y caminando llegó a un minúsculo parque, se disponía a sentarse en una banca cuando frente a él en un arbusto vio posado al papagayo. Su sorpresa fue mayúscula, el papagayo sólo existía tatuado en el hombro de su dueña, ¿Cómo escapó?, ¿Qué hacia allí?, ¿Sería el mismo?, Si, si era, lo supo por su mirada burlona.
Se acercó lentamente al papagayo y cuando estaba a punto de tocarlo éste voló al siguiente arbusto, recordó entonces que en el manual del ornitólogo que tanto había estudiado recomendaban darle un nombre a cada pájaro y llamarlos siempre por él, en ese momento lo bautizó como Blu y, así lo comenzó a llamar, sin que esto sirviera de mucho ya que cada vez que se acercaba lo suficiente para tocarlo Blu volaba al siguiente arbusto, hasta que entre llamados, acercamientos y vuelos cortos llegaron al límite del parque.
Él desde la acera y Blu desde el arbusto se observaban mutuamente, Blu con mirada burlona y él con mirada estúpida, cómo se le ocurrió bautizar con ese nombre a un ave tropical, ¿Sería por eso que no respondía? Y, allí seguían los dos, inmóviles, mirándose y seguramente preguntándose ¿Dónde está ella? El haber encontrado un interés en común los acercó y Blu voló a su hombro. Él no lo esperaba, dio un paso atrás, perdió el equilibrio y cayó en el arroyo de la calle, donde fue arrollado por un camión de carga que transportaba pavos de las granjas en el interior del país al mercado de la gran ciudad.
Tendido boca arriba sobre el pavimento caliente vio como Blu alcanzó a esquivar el camión y desde un árbol del parque lo observaba, le pareció percibir que en su mirada ya no había burla, ahora había una cierta preocupación.
El estruendo era ensordecedor, el gluglutear de los pavos espantados, primero por el brusco frenar del camión y luego por el también brusco acelerón para escapar del lugar, algunos viandantes lo rodeaban mirándolo, unos con curiosidad otros con lástima, la mayoría con indiferencia, no lo muevan dijo alguien, llamen una ambulancia sugirió otro, yo tomé la matricula del camión es AV-1983 decía uno más, pero a él no le preocupaba, Blu estaba bien y eso era lo importante.
Más tarde escuchó el ulular de una sirena, la luz del sol le daba directo en los ojos por lo que sólo pudo distinguir unas siluetas blancas que lo colocaron en una camilla y luego subieron la camilla a una ambulancia. Cerca de la zona donde lo atropellaron había un estadio de Futbol y ese sábado se había celebrado un partido importante, los aficionados que se retiraban generaron un tráfico de locura, las calles más que vías de circulación eran enormes estacionamientos donde nadie avanzaba.
El conductor de la ambulancia encendió un cigarrillo, prendió la radio y apagó la sirena, no tenía ningún caso usarla, nadie ni nada se movía, los paramédicos comentaban animadamente el partido que recién había terminado, criticando tanto a jugadores como a árbitros y a él le pareció escuchar unas pequeñas pisadas que con sus garras rasgaban el techo de lámina de la ambulancia.
Horas después los paramédicos depositaron la camilla en el pasillo de un hospital del seguro social, sobre el fondo verde pálido de las paredes se proyectaba el desfile de médicos y enfermeras a quienes la rutina los había despojado de sensibilidad y cuya identidad se perdía bajo el uniforme blanco. Una enfermera tomó de su delantal unas tijeras y cortó su ropa, al retirarla, él, de reojo alcanzó a ver que estaba manchada de sangre, luego otra enfermera lo cubrió con una sábana blanca y helada que sumada a la corriente de aire que circulaba por el pasillo lo hizo sentir frío; quiso acurrucarse para darse un poco de calor y entonces se percató que su cuerpo no lo obedecía.
Un grupo de médicos lo rodeaban y discutían el procedimiento a seguir, hay que operar, opinaba la mayoría y entonces uno que parecía ser el de mayor jerarquía dictaminó terminantemente: No creo que soporte la cirugía y aún que así fuera no hay quirófano disponible; instálenlo en el pabellón general y manténgalo en observación, acto seguido se retiraron.
Sólo, en el pasillo, recibió a un visitante inesperado, “El dolor”, quien poco a poco se fue apoderando de su cuerpo, era imposible identificar dónde dolía, pero sí cuánto dolía; como siempre pasa con las visitas inesperadas, son molestas al principio, luego se vuelven parte integrante y cuándo finalmente se van se les llega a extrañar, él y el dolor estaban en la segunda etapa, ya eran uno solo.
Ahora yacía en una cama del pabellón general, decenas de camas meticulosamente alineadas cobijaban más dolor y sufrimiento juntos del que él podía imaginar, la bóveda del techo hacía resonar con más intensidad los lamentos de los pacientes, la luz era tenue y el ambiente olía a medicamentos. Por la ventana se colaba el reflejo de las luces de la ciudad propiciando un entorno fantasmagórico, comenzó entonces a recordar y notó que cada vez que recreaba un recuerdo al final se borraba como si su vida misma se fuese desvaneciendo poco a poco. En tanto, no dejaba de preguntarse ¿Cuándo habrá un quirófano disponible?
El agotamiento que le produjo el dolor, aunado a que ya no tenía más recuerdos que revivir, indujeron en él un sueño profundo, apacible y sereno. Al despertar se dio cuenta que el dolor ya no estaba y él había recuperado la movilidad, ahora se podía desplazar por todo el pabellón e incluso más allá, le bastaba imaginar el destino e inmediatamente se encontraba allí, regresó al pabellón y con gran desconcierto se vio a sí mismo en la cama, Blu en el alfeizar de la ventana hacía guardia, la noche siempre generosa, le había regalado su color y ahora su plumaje lucía absolutamente negro, él lo observó y descubrió otros cambios; su pico ya no era amplio y curvo, ahora era recto y fuerte, su mirada ya no era burlona, ahora era altiva y atisbaba visionaria.
Unos hombres vestidos de negro llegaron hasta su cama, desdoblaron la sábana y taparon su rostro, sin embargo el los seguía viendo, luego se lo llevaron sin que él supiera el destino, no podía medir el tiempo, parecía que éste se había detenido o ya no existía, creyó haber escuchado alguna vez que el tiempo era relativo, pero no estaba seguro, ya casi no tenía recuerdos.
Los hombres de negro hicieron alto frente a una sobria construcción, en el acceso principal una inscripción rezaba “Sólo somos peregrinos en espera de una vida plena” y al fondo un conjunto de pequeños edificios de cantera con muchas salas de espera dispuestas en forma de cajonera, cada sala tenía un nombre en la puerta. Una de ellas tenía el suyo y mientras lo depositaban en ella escuchó un batir de alas, era Blu que llegaba y se posaba en uno de los muchos cipreses que allí crecían.
Allí, él en su sala y Blu en el Ciprés, esperarían que algún día hubiera un quirófano disponible y así alcanzar la vida plena que prometía la inscripción de la entrada.
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Fecha: 2017-08-11 16:04:54
Nombre: Patricia
Comentario: Blu no se fue, él la dejó ir.