Me gusta que salga la familia los domingos a las once y pasadas. Me fascina escuchar primero sus pasos apresurados por los dormitorios, corriendo en esa desenfrenada carrera en búsqueda de ropas, zapatos, carteras y perfumes; ese escucharlos hablar a gritos y en mínimas ocasiones en voz queda, masticando el último chisme que recogieron de alguna esquina; el formidable sacudir de sus cabezas pintadas y rizadas, mientras peinillas planas y redondas se incrustan y recorren sus cabellos, al tanto que sus bocas no dejan de moverse mientras murmuran sobre amigas o parientes.
Si…, me encanta cuando sale la familia. Cuando el ruido del taconeo en los brillantes pisos deja de sonar en forma brusca, al igual que el sonido que produce la puerta al cerrarse y el auto al desaparecer de la casa. Es ahí cuando yo disfruto y soy yo misma, por primera vez en toda la larga semana.
Es entonces cuando salgo gritando mi felicidad, sacudiendo todo el polvo que se ha acumulado sobre mi. Me siento en los sillones, vuelvo a acariciar sus tapices, subo y bajo por las escaleras, entro sin temor a los cuartos, me asomo a las ventanas y husmeo en la cocina intentando encontrar alguna sorpresa. ¡La casa es mía!,!enteramente mía!, me pertenece por una escasa hora y cuarto, pero es mi pequeñito recreo de satisfacción y paz.
Nadie lo sabe pero me llegan voces, sonidos y ruidos que mi familia jamás escucha. Lo sé todo, siempre lo supe, pero preferí no decirlo. El viejo tío Eduardo falleció hace cuarenta y dos años víctima de una caída ocasionada por una de sus borracheras, y no con el infarto, que la familia dijo y astutamente consiguió un certificado falso de defunción que sustentaba su mentira. La prima Dolores pasea por el sótano de vez en cuando, salpicada de llanto, repitiendo que fue violada salvajemente por su propio padre, por mi tío en ese mismo lugar, cuando tenía diez años y medio.
Cuenta que estuvo en shock en la propia casa, alejada de todo cuidado médico para ocultar el hecho y no dejar que la honra de mi tío fuera mancillada.
Su propia madre, tías y hermanas se negaban a aceptar los hechos y prefirieron abstraerse de ellos. Dolores creció en medio de una nebulosa certidumbre junto a una culpa infinita que la familia impuso en sus hombros. Para ese entonces la familia había crecido y las niñas pequeñas la tenían como un algo oculto y maligno en los aposentos interiores. Solían visitarla en las largas tardes con gritos perturbadores, muecas e insultos. Viendo que en su vida nada cambiaba, Dolores guardó sus propios excrementos por algunos días y luego se los comió. Murió de tifoidea fulminante mientras la familia lloraba elegantemente y pudo afrontar con un entierro digno de su clase y condición. Las gemelas Manuela y Antonia asoman mucho por el comedor. Me han contado que buscan ansiosamente al hijo sin padre de Manuela que nació en esta casa, en el último cuarto detrás de las bodegas, una tarde de hace largísimo años. El mejor de todos es el viejo perro castellano, fiel guardián del romance que sostenía el primo Renato con el muchacho que enceraba los pisos. El primo inefable que llegó a casarse a los sesenta y tres años con la hija mayor de la cocinera de turno. Dormían por supuesto en habitaciones separadas, pero salían a las misas dominicales sonrientes y felices, para que todos así los vieran y no pudieran decir nada.
Con ellos me encuentro en algunas de mis correrías libertarias. Así como otras veces solo escucho los sonidos de gritos desesperados, de cuerpos al caer por las escaleras, de besos salidos entre las sombras de un dormitorio, de llantos incontenibles y de abominables desesperos. No me asustan, ni me inquietan. Considero que es mejor pasar así una escasa hora y cuarto a la semana, que los siete largos días mirándolas a todas ellas que me asustan de verdad con sus gritos, sus insinuaciones, sus broncas personales, sus poses de reinas de belleza, su maldita costumbre de curiosear hasta en los cajones más lejanos de la vida privada.
Estoy harta de los recuerdos que mantiene Eulalia hacia mi, porque se inventa situaciones que jamás las viví; de los comentarios ácidos y faltos de juicio que hace Leticia, así como de los manoseos con manos sucias que cada día practica Albertito cuando en un descuido entra al salón y el retrato con marco de pan de oro le asombra más de lo necesario. No soporto el olor añejo de las falsas palabras en las bocas fétidas de los cuñados Bolonio y Gonzalo y menos sus comentarios llenos de doble moral, mientras las esposas dicen que se han casado con verdaderos santos, dignos de la más brillante corona.
Ambos hablan entre murmullos de Beatriz y de Augusta, sus compañeras de horas y días clandestinos. Entre ambos se confían sus andanzas, intercambian sonrisas de picardía y poses de orgullo, mientras desde la cocina sus mujeres creen que son excelentes esposos y dan gracias todos los días por el maravilloso matrimonio que a través de los años sostienen.
Estoy harta de toda esta familia de redomados hipócritas, descendientes de asesinos callados y guardianas impolutas de las más largas lanzas de veneno. Tan harta estoy que he pensado salir de aquí y largarme para siempre a cualquier otro lugar. Justamente hoy que es domingo y mientras todas realizaban su acostumbrado ritual de alaridos y portazos tomé mi resolución definitiva.
Cuando escuché a una cuadra de aquí el ruido de su automóvil hice lo que no he hecho en años: salir hasta el jardín delantero y mirar la calle que ha sufrido cambios en lo que antes eran hermosas casas.
Creo que la hora de visitar otras dimensiones ha llegado. Nadie se percatará de mi presencia, pues tan embebidos andan en los chismes de turno y en los fastidiosos comentarios hacia amigos, vecinos y parientes, que en buscar frente a sus ojos las realidades más simples. Creo que Albertito será el único que algo advertirá, cuando al tocar con sus manos sucias el cuadro de pan de oro de su tía Ana, note que la sonrisa lejana que exhibía se ha tornado de repente dura y hasta perversa.
//alex
Cuento publicado el 03 de Febrero de 2011
Si…, me encanta cuando sale la familia. Cuando el ruido del taconeo en los brillantes pisos deja de sonar en forma brusca, al igual que el sonido que produce la puerta al cerrarse y el auto al desaparecer de la casa. Es ahí cuando yo disfruto y soy yo misma, por primera vez en toda la larga semana.
Es entonces cuando salgo gritando mi felicidad, sacudiendo todo el polvo que se ha acumulado sobre mi. Me siento en los sillones, vuelvo a acariciar sus tapices, subo y bajo por las escaleras, entro sin temor a los cuartos, me asomo a las ventanas y husmeo en la cocina intentando encontrar alguna sorpresa. ¡La casa es mía!,!enteramente mía!, me pertenece por una escasa hora y cuarto, pero es mi pequeñito recreo de satisfacción y paz.
Nadie lo sabe pero me llegan voces, sonidos y ruidos que mi familia jamás escucha. Lo sé todo, siempre lo supe, pero preferí no decirlo. El viejo tío Eduardo falleció hace cuarenta y dos años víctima de una caída ocasionada por una de sus borracheras, y no con el infarto, que la familia dijo y astutamente consiguió un certificado falso de defunción que sustentaba su mentira. La prima Dolores pasea por el sótano de vez en cuando, salpicada de llanto, repitiendo que fue violada salvajemente por su propio padre, por mi tío en ese mismo lugar, cuando tenía diez años y medio.
Cuenta que estuvo en shock en la propia casa, alejada de todo cuidado médico para ocultar el hecho y no dejar que la honra de mi tío fuera mancillada.
Su propia madre, tías y hermanas se negaban a aceptar los hechos y prefirieron abstraerse de ellos. Dolores creció en medio de una nebulosa certidumbre junto a una culpa infinita que la familia impuso en sus hombros. Para ese entonces la familia había crecido y las niñas pequeñas la tenían como un algo oculto y maligno en los aposentos interiores. Solían visitarla en las largas tardes con gritos perturbadores, muecas e insultos. Viendo que en su vida nada cambiaba, Dolores guardó sus propios excrementos por algunos días y luego se los comió. Murió de tifoidea fulminante mientras la familia lloraba elegantemente y pudo afrontar con un entierro digno de su clase y condición. Las gemelas Manuela y Antonia asoman mucho por el comedor. Me han contado que buscan ansiosamente al hijo sin padre de Manuela que nació en esta casa, en el último cuarto detrás de las bodegas, una tarde de hace largísimo años. El mejor de todos es el viejo perro castellano, fiel guardián del romance que sostenía el primo Renato con el muchacho que enceraba los pisos. El primo inefable que llegó a casarse a los sesenta y tres años con la hija mayor de la cocinera de turno. Dormían por supuesto en habitaciones separadas, pero salían a las misas dominicales sonrientes y felices, para que todos así los vieran y no pudieran decir nada.
Con ellos me encuentro en algunas de mis correrías libertarias. Así como otras veces solo escucho los sonidos de gritos desesperados, de cuerpos al caer por las escaleras, de besos salidos entre las sombras de un dormitorio, de llantos incontenibles y de abominables desesperos. No me asustan, ni me inquietan. Considero que es mejor pasar así una escasa hora y cuarto a la semana, que los siete largos días mirándolas a todas ellas que me asustan de verdad con sus gritos, sus insinuaciones, sus broncas personales, sus poses de reinas de belleza, su maldita costumbre de curiosear hasta en los cajones más lejanos de la vida privada.
Estoy harta de los recuerdos que mantiene Eulalia hacia mi, porque se inventa situaciones que jamás las viví; de los comentarios ácidos y faltos de juicio que hace Leticia, así como de los manoseos con manos sucias que cada día practica Albertito cuando en un descuido entra al salón y el retrato con marco de pan de oro le asombra más de lo necesario. No soporto el olor añejo de las falsas palabras en las bocas fétidas de los cuñados Bolonio y Gonzalo y menos sus comentarios llenos de doble moral, mientras las esposas dicen que se han casado con verdaderos santos, dignos de la más brillante corona.
Ambos hablan entre murmullos de Beatriz y de Augusta, sus compañeras de horas y días clandestinos. Entre ambos se confían sus andanzas, intercambian sonrisas de picardía y poses de orgullo, mientras desde la cocina sus mujeres creen que son excelentes esposos y dan gracias todos los días por el maravilloso matrimonio que a través de los años sostienen.
Estoy harta de toda esta familia de redomados hipócritas, descendientes de asesinos callados y guardianas impolutas de las más largas lanzas de veneno. Tan harta estoy que he pensado salir de aquí y largarme para siempre a cualquier otro lugar. Justamente hoy que es domingo y mientras todas realizaban su acostumbrado ritual de alaridos y portazos tomé mi resolución definitiva.
Cuando escuché a una cuadra de aquí el ruido de su automóvil hice lo que no he hecho en años: salir hasta el jardín delantero y mirar la calle que ha sufrido cambios en lo que antes eran hermosas casas.
Creo que la hora de visitar otras dimensiones ha llegado. Nadie se percatará de mi presencia, pues tan embebidos andan en los chismes de turno y en los fastidiosos comentarios hacia amigos, vecinos y parientes, que en buscar frente a sus ojos las realidades más simples. Creo que Albertito será el único que algo advertirá, cuando al tocar con sus manos sucias el cuadro de pan de oro de su tía Ana, note que la sonrisa lejana que exhibía se ha tornado de repente dura y hasta perversa.
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Fecha: 2011-02-04 03:25:00
Nombre: Lucia
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