Seis de la tarde. Me dirijo a mi cuarto y trato de persuadir a la felicidad, la llamo desde muy lejos. No se encuentra. Solo escucho en el silencio que hace tres horas fue alboroto –cómo esperé que sea el televisor–, nunca imaginé que la inmundicia existiera en los cuerpos, mierda.
Nueve de la noche. Sigue el silencio en la casa, no me atrevo a salir del cuarto. No puedo. Esa mudez no es paz, esa sensación nunca existió; sigo moviéndome entre las sábanas, una y otra vez esperando borrar las imágenes, no me dejan mantenerme, estoy fuera de mí − ¿cómo hago para empezar este último año de secundaria pretendiendo que nada ha pasado? –-.
Medianoche. Es inevitable no revivir la escena; aquel momento en que entré y observé el espejo romperse por la cara de mi madre. Estaba incrustada. El empujón que le propició aquel que siempre se adueñaba de mis pensamien-tos, aquel que en ese momento estaba viendo mi expresión fijada en el fluido rojo compuesto por plasma y células, condensándose en las paredes de la sala.
Todas las veces que corría a abrazarla veía los moretones, y me explicaba que fue jugando al tenis. − ¿Cómo no lo noté?− Lo conocí, en serio describí por primera vez quién era, que expresaban sus ojos impenetrables, esos que dije solo se ocultaban por timidez. Ese individuo que no esperaba verme sino hasta las cinco.
Seis con veinte, el chófer estaba listo. Sé por sus ojos que esperaba un saludo, hoy no estaba para cordialidades, necesitaba respuestas.
— ¿Dónde estás?
—Hija, no te preocupes, estoy en la clínica por la caída
—De qué hablas, no soy tonta, sé que te golpeó ¿Estas con él?
—No es lo que parece Marianela. Tu padre viajó en la mañana por traba-jo.
—Qué conveniente.
Llegué al colegio. Nada excepcional; todo sigue pareciéndose a un monasterio, sus alrededores llenos de paisajes verdes, y los horarios de curso no variaron. Como la clase de civismo, donde explicaban la importancia de la familia, que de ahí radica la personalidad de uno o al menos, gran parte de ella. Pero solo quería salir de ahí, cada frase alimentaba mi dolor, estrujarla por lo que decía estaba siendo una opción en ese momento. El dolor no cesa y las ganas de contestarle tampoco.
— ¿La unión que conlleva? Qué sabe usted de familia si nunca se ha casado
—Es distinto, mi llamado fue consagrarme al señor
— ¡Qué habla! Su llamado es sinónimo de rechazo, no encontró a nadie y lo justifica con vocación.
—No es así, el matrimonio es amor; eso forma una familia
− ¡No sabe nada de la vida, solo es una virgen más en claustro! Su familia es apariencia, es igual que el amor, solo es un convencionalismo, un control social para que las personas sigan. La sociedad la creó, no Dios, él que sabe. No está acá; no lo veo.
—Usted cree que tiene una familia y lo que tiene es un abrigo. Ve el diseño, lo que quieren mostrarle, mas no el interior, la realidad es esa. ¡Vive so-ñando que es amada, pero usted no llegó dos horas antes para saber la verdad!
Natanael atónito, y todos los demás mirándome extrañados. Salí antes que la hermana me saque rumbo a los pasillos. ¡Qué importa! Ellos qué saben. Este es el inicio de mi verdad. No tengo que aparentar nada.
Llegue al jardín. Justo en el lugar que gracias a los árboles, nadie se acerca. Bueno, eso pensaba antes de que él llegara al colegio, lo encontró a dos semanas de acabar cuarto. Él sabe que está traspasando los descomunales árbo-les, y cómo no, se la pasaba observándome de lejos sin decir palabra alguna.
Volteé y lo advertí. Su mirada penetrante, el desalineado de sus rulos; ni sus labios me producían desborde de sentimientos o como dicen algunos, ma-riposas en la panza. Nada. Solo enojo.
— ¿Qué me miras?
—Observo el paisaje –respondió nervioso
— ¿Soy para ti un paisaje? Si te gusto dímelo de una vez y déjate de paisajes absurdos, el alrededor sigue siendo igual
— ¿Y tú sigues siendo la misma?
—Qué te importa
—Te hice una pregunta
—No respondo a chicos que contestan con otra pregunta
— ¿A dónde vas? las clases no acaban
—Mi pregunta fue específica
Las monjas comían y el de seguridad fue fácil de perder, bastó un postre en su caseta; salí al pasaje y en unas cuadras más divisé una tienda de ropa. Entré a probarme los vestidos cortos y opté por el de floreado púrpura. Pero era al vendedor al que quería atraer.
Tenía la mirada fija en mí y yo en las de él, aparentaba de unos veinte años y más; cabello negro corto, alto, y usaba unos Jeans claros que junto con su polo dejaba apreciar su buen, buen físico. Necesito olvidarme de todo, más aun de ese entrometido sin respuesta.
Propicié una ligera mirada hacia los vestidores y entró conmigo. Sus besos investigan mí cuerpo, pasan rápido por cada rincón, pero es en mi intimidad donde decide estacionarse, mientras sigo presionando sus cabellos. Me dejé cargar y entrelace mis piernas en su cintura. Suspiros, bragueta abierta, lo quería dentro de mí. ‹‹ ¡No, Natanael! ››
— ¡Qué haces! Tú no eres así
— ¡Suéltame! no sabes como soy –respondí aturdida
— ¡Me observas dos semanas, dos semanas! ¿Y te das derecho de decir quién soy?
—Sé más que eso, ¿crees que tu familia es la única fregada; por eso expresaste que nada es verdad?
—El amor existe para ti, estaba hace dos semanas y lo sigue estando: estoy seguro que en verano no huyo
— ¡Lárgate! ‹‹cruce la calle››
— ¡No, no te vayas al carajo!
En ese momento, fue la primera vez que Natanael me sostuvo del brazo y se aferró en mi cintura así; la sensación no era como la anterior que hizo al sacarme efusivamente de los vestidores, esta viene cargada con su mirada, la mirada que está siempre en los recreos, esa que ahora se refleja expuesta en sus labios junto a los míos.
Entré a casa, y la expresión de mamá bastó para comprender que papá no regresará. Será la vergüenza, no lo sé. Ya no importa, porque el silencio de paz volvía a respirarse en el ambiente.
//alex
Es tiempo de respuestas
Autor: Daphne Coelho
(4.18/5)
(46 puntos / 11 votos)
Cuento publicado el 01 de Febrero de 2019
Seis de la tarde. Me dirijo a mi cuarto y trato de persuadir a la felicidad, la llamo desde muy lejos. No se encuentra. Solo escucho en el silencio que hace tres horas fue alboroto –cómo esperé que sea el televisor–, nunca imaginé que la inmundicia existiera en los cuerpos, mierda.
Nueve de la noche. Sigue el silencio en la casa, no me atrevo a salir del cuarto. No puedo. Esa mudez no es paz, esa sensación nunca existió; sigo moviéndome entre las sábanas, una y otra vez esperando borrar las imágenes, no me dejan mantenerme, estoy fuera de mí − ¿cómo hago para empezar este último año de secundaria pretendiendo que nada ha pasado? –-.
Medianoche. Es inevitable no revivir la escena; aquel momento en que entré y observé el espejo romperse por la cara de mi madre. Estaba incrustada. El empujón que le propició aquel que siempre se adueñaba de mis pensamien-tos, aquel que en ese momento estaba viendo mi expresión fijada en el fluido rojo compuesto por plasma y células, condensándose en las paredes de la sala.
Todas las veces que corría a abrazarla veía los moretones, y me explicaba que fue jugando al tenis. − ¿Cómo no lo noté?− Lo conocí, en serio describí por primera vez quién era, que expresaban sus ojos impenetrables, esos que dije solo se ocultaban por timidez. Ese individuo que no esperaba verme sino hasta las cinco.
Seis con veinte, el chófer estaba listo. Sé por sus ojos que esperaba un saludo, hoy no estaba para cordialidades, necesitaba respuestas.
— ¿Dónde estás?
—Hija, no te preocupes, estoy en la clínica por la caída
—De qué hablas, no soy tonta, sé que te golpeó ¿Estas con él?
—No es lo que parece Marianela. Tu padre viajó en la mañana por traba-jo.
—Qué conveniente.
Llegué al colegio. Nada excepcional; todo sigue pareciéndose a un monasterio, sus alrededores llenos de paisajes verdes, y los horarios de curso no variaron. Como la clase de civismo, donde explicaban la importancia de la familia, que de ahí radica la personalidad de uno o al menos, gran parte de ella. Pero solo quería salir de ahí, cada frase alimentaba mi dolor, estrujarla por lo que decía estaba siendo una opción en ese momento. El dolor no cesa y las ganas de contestarle tampoco.
— ¿La unión que conlleva? Qué sabe usted de familia si nunca se ha casado
—Es distinto, mi llamado fue consagrarme al señor
— ¡Qué habla! Su llamado es sinónimo de rechazo, no encontró a nadie y lo justifica con vocación.
—No es así, el matrimonio es amor; eso forma una familia
− ¡No sabe nada de la vida, solo es una virgen más en claustro! Su familia es apariencia, es igual que el amor, solo es un convencionalismo, un control social para que las personas sigan. La sociedad la creó, no Dios, él que sabe. No está acá; no lo veo.
—Usted cree que tiene una familia y lo que tiene es un abrigo. Ve el diseño, lo que quieren mostrarle, mas no el interior, la realidad es esa. ¡Vive so-ñando que es amada, pero usted no llegó dos horas antes para saber la verdad!
Natanael atónito, y todos los demás mirándome extrañados. Salí antes que la hermana me saque rumbo a los pasillos. ¡Qué importa! Ellos qué saben. Este es el inicio de mi verdad. No tengo que aparentar nada.
Llegue al jardín. Justo en el lugar que gracias a los árboles, nadie se acerca. Bueno, eso pensaba antes de que él llegara al colegio, lo encontró a dos semanas de acabar cuarto. Él sabe que está traspasando los descomunales árbo-les, y cómo no, se la pasaba observándome de lejos sin decir palabra alguna.
Volteé y lo advertí. Su mirada penetrante, el desalineado de sus rulos; ni sus labios me producían desborde de sentimientos o como dicen algunos, ma-riposas en la panza. Nada. Solo enojo.
— ¿Qué me miras?
—Observo el paisaje –respondió nervioso
— ¿Soy para ti un paisaje? Si te gusto dímelo de una vez y déjate de paisajes absurdos, el alrededor sigue siendo igual
— ¿Y tú sigues siendo la misma?
—Qué te importa
—Te hice una pregunta
—No respondo a chicos que contestan con otra pregunta
— ¿A dónde vas? las clases no acaban
—Mi pregunta fue específica
Las monjas comían y el de seguridad fue fácil de perder, bastó un postre en su caseta; salí al pasaje y en unas cuadras más divisé una tienda de ropa. Entré a probarme los vestidos cortos y opté por el de floreado púrpura. Pero era al vendedor al que quería atraer.
Tenía la mirada fija en mí y yo en las de él, aparentaba de unos veinte años y más; cabello negro corto, alto, y usaba unos Jeans claros que junto con su polo dejaba apreciar su buen, buen físico. Necesito olvidarme de todo, más aun de ese entrometido sin respuesta.
Propicié una ligera mirada hacia los vestidores y entró conmigo. Sus besos investigan mí cuerpo, pasan rápido por cada rincón, pero es en mi intimidad donde decide estacionarse, mientras sigo presionando sus cabellos. Me dejé cargar y entrelace mis piernas en su cintura. Suspiros, bragueta abierta, lo quería dentro de mí. ‹‹ ¡No, Natanael! ››
— ¡Qué haces! Tú no eres así
— ¡Suéltame! no sabes como soy –respondí aturdida
— ¡Me observas dos semanas, dos semanas! ¿Y te das derecho de decir quién soy?
—Sé más que eso, ¿crees que tu familia es la única fregada; por eso expresaste que nada es verdad?
—El amor existe para ti, estaba hace dos semanas y lo sigue estando: estoy seguro que en verano no huyo
— ¡Lárgate! ‹‹cruce la calle››
— ¡No, no te vayas al carajo!
En ese momento, fue la primera vez que Natanael me sostuvo del brazo y se aferró en mi cintura así; la sensación no era como la anterior que hizo al sacarme efusivamente de los vestidores, esta viene cargada con su mirada, la mirada que está siempre en los recreos, esa que ahora se refleja expuesta en sus labios junto a los míos.
Entré a casa, y la expresión de mamá bastó para comprender que papá no regresará. Será la vergüenza, no lo sé. Ya no importa, porque el silencio de paz volvía a respirarse en el ambiente.
Otros cuentos románticos que seguro que te gustan:
- El otro reflejado
- Una simple mirada
- Minutos que parecen horas
- Ella... Mi Universo
- El amor bajo la lluvia
¿Te ha gustado este cuento? Deja tu comentario más abajo
(Nota: Para poder dejar tu comentario debes estar registrado.Todavía no lo estás? Hazlo en un minuto aquí)
Últimos comentarios sobre este cuento